DE LOS MONTES ZAGROS AL MONT BLANC

El largo camino de la pintura hasta la alta montaña

Seracs del glaciar inferior de Grindewald, con el río Lütschine y el Mettenberg. Caspar Wolf, 1775

Desde antiguo las altas montañas han sido el refugio destinado a los dioses que, de habitar en lugares más accesibles, pronto se hubieran desvelado como inexistentes. El mito precisa de esa distancia para mantener su condición.

Los ejemplos son numerosos en todos los continentes: el Kilimanjaro (volcán de Tanzania, 5895 m.), Ngane Ngai (casa de Dios) para los masai, el Ausangate, (Andes del Perú, 6372 m.) uno de los más importantes apus (dios de la montaña) para los incas, el Kailash (Himalaya tibetano, 6714 m.) todavía inviolado, montaña sagrada para tres religiones: hinduismo, budismo y bon, el Sinaí de judíos y cristianos (Egipto, 2285 m.), los árabes lo llaman djebel Mussa (la montaña de Moisés), donde Dios (o Yahvé o Alá) le entregó las tablas de la Ley, el Olimpo (Balcanes de Grecia, 2929 m.), morada de todos los dioses de la antigüedad encabezados por Zeus.
Desde el origen de los tiempos estas alturas sagradas y otras muchas tuvieron vedado su acceso, rodeadas como estaban de supuestos peligros y reales prohibiciones. También su representación en las artes plásticas figurativas fue muy limitada, si no inexistente, lo que era otra forma de acentuar su distancia, su inaccesibilidad y su misterio.

Parte superior de la estela de Naram-Sin
Es una auténtica excepción la primera montaña en el relieve de la estela de Naram-Sin (2250 a.C. Mº del Louvre) en la que aparece este rey acadio, vencedor de los lullubitas (pueblo de los montes Zagros) casi en su cima sobre la que brillan dos divinidades astrales. Es un pico de cima redondeada que, más que reproducir siquiera el perfil idealizado de una montaña, adopta esa forma para adaptarse al marco impuesto por el remate del bloque de arenisca en que se ha labrado. Se trata de una escultura, sí, pero su carácter de bajorrelieve y su más que probable policromía original hay desaparecida lo avalan como referencia.

Y nada más durante milenios. Las figuras humanas y de animales fueron rellenando paneles de pinturas y relieves sobre fondos sin paisajes, monócromos y planos, porque colocar uno no sólo introducía lo accesorio en una escena de contenido sacro frivolizándola, sino que planteaba graves problemas técnicos para representar la tercera dimensión, profundidad, al tener que situarlo “detrás” en un soporte que sólo tiene dos, alto y ancho. Así no encontramos nada que podamos llamar paisaje, y menos de montaña, en los relieves de caza asirios, en las pinturas murales de ultratumba egipcias, en los dioses y héroes de la cerámica pintada griega, en los mosaicos de las villas romanas y de las iglesias bizantinas, en los frescos y frontales de los monasterios románicos, en las vidrieras y retablos de las catedrales góticas.
Y en esto hemos llegado a la Baja Edad Media desde las primeras pinturas paleolíticas.
Es entonces, prácticamente ayer, cuando todo cambia de la mano del genial Giotto di Bondone (Primitivo Italiano del s. XIV). Adelantándose un siglo al gótico que se resiste a morir, este pintor abrió en Italia el camino al Quattrocento renacentista con sus pesadas y dramáticas figuras cargadas de realismo situadas en un paisaje tan real como ellas y a veces montañoso. Pero esas montañas no dejaban de ser un complemento acartonado del tema religioso protagonista (episodios de la vida de Cristo o de san Francisco de Asís) plasmadas con realismo y volumen sí, pero sin el menor asomo de observación del modelo. Un árbol representaba un bosque y una roca una montaña Así pintó a la Sagrada Familia en la Huída a Egipto, transitando sobre una repisa rocosa por delante de dos formaciones montañosas totalmente mentales. En algunos otros paneles de la capilla Scrovegni de Padua (1306), Giotto utilizó este mismo recurso primitivo (la Natividad). Ya lo había ensayado antes en los frescos de la basílica de Asís (Milagro de la Primavera, 1299).

Huida a Egipto. Giotto, 1306
Al llegar el Renacimiento primero a Italia (s. XV), Andrea Mantegna, La oración en el huerto, 1455)) y luego, muerto el gótico, al resto de Europa, pocas cosas cambiarán. El nuevo sentido racionalista, la búsqueda de unidad y síntesis en la obra de arte y el idealizado antropocentrismo apenas dieron oportunidades a la plasmación de montañas poco “pintorescas” (dignas de ser pintadas) por inmóviles, ásperas, lejanas e inhóspitas. Prescindibles. Pero las pocas veces que aparecen, ya son montañas de verdad y no mentales. Unas existen realmente, como los pináculos dolomíticos de la Virgen de la Rocas de Leonardo (1486) y otras, aunque no, son perfectamente posibles, como los picachos nevados de los Cazadores en la nieve de P. Brueghel el Viejo (1565).
Pero si esta etapa contenida y racional se posicionó negativamente frente al espectáculo de las montañas, el barroco (siglos XVII y XVIII) desbordante y sensorial lo hará definitivamente suyo. Ya algunos pintores adelantados, los manieristas, lo habían intuido unos años antes, (el monte Sinaí de El Greco en su etapa romana, 1572).

El nuevo estilo incorporó nuevos temas al pomposo repertorio clásico de religión, mitología y retrato. Ya antes naturalezas muertas, escenas de costumbres y los fondos paisajísticos aparecían como elementos secundarios. Pero en el barroco adquirieron protagonismo: había nacido la pintura de género, el bodegón y el paisaje. Pero dentro de este último, la montaña se resistía. Se prefería el paisaje urbano donde se vive (vistas de ciudades), su entorno donde se cultivan los campos (paisajes bucólicos) junto a los ríos (fluviales), los bosques donde se caza (pintura cinegética), el mar por donde se navega y se pesca (marinas); el paisaje habitado y productivo, en definitiva hospitalario. De montaña poco.
Sólo una escuela considerada menor y cuyo entorno habitado y hospitalario era, por naturaleza, montañoso, dio a la montaña un carácter protagonista dentro del nuevo género. Pero además, y por primera vez, lo hará con el carácter de un “retrato”: no se pinta una montaña inventada como hicieron los pintores góticos, tampoco la montaña idealizada de los renacentistas; es “esa montaña”, reconocible como el personaje de un buen retrato fisonómico. Y todo lo que de terrible y repulsivo ha tenido el paisaje montañoso hasta ahora se vuelve sutil y atractivo.



En este final del camino, ya avanzado el siglo XVIII, nuestros pintores protagonistas son Johann Ludwig Aberli (1723-1786), el pionero, y sobre todo Caspar Wolf (1735-1783). Cualquiera que haya visitado los Alpes berneses identificará la Cascada Staubaach en el valle de Lauterbrunnen grabada por el primero (1768) y pintada al óleo por el segundo (1777). De este último son perfectamente reconocibles sus paisajes glaciares con el manifiesto retroceso de los hielos desde entonces: Grindelwald (1774) o El glaciar del Ródano (1778).
Por esas fechas algo estaba cambiando en la percepción que el hombre tenía de las montañas. Y no sólo entre quienes las tenían como modelos para sus cuadros. Balmat en 1860 había ofrecido una recompensa de 20 táleros a quién encontrara un camino de acceso al Mont Blanc. En 1786, recién desaparecidos los pintores anteriores, Balmat y Paccard alcanzaron la cumbre. Científicos y guías locales hicieron nacer entonces el alpinismo en el ambiente favorable de la Ilustración. Pero al mismo tiempo, el racionalismo neoclásico de nuevo se presentó como un lastre para estos artistas que pintaron sus montañas desde el valle porque “la inmensidad del espectáculo aplasta o desconcierta el sentido de la proporción pictórica… la voluntad personal queda paralizada, todo deseo de invención se destruye…” (H. Delaborde). Nunca fueron considerados pintores de primera línea.
El Mont Blanc visto desde Sallanches a la puesta del sol. P. L. de la Rive, 1802. Mº de Ginebra

Pero justo aquí, tomó el relevo otro artista que, adelantándose al romanticismo, rompió con esos temores y, como el primero de los pintores-deportistas, remontó laderas, cruzó collados, se aproximó a las cumbres, conoció la montaña de cerca y pudo así captar “su espíritu”: Pierre Louis de la Rive (1753-1817), también suizo, pintó el primer retrato, no solo fisonómico sino casi podríamos decir psicológico, de una montaña: el Mont Blanc visto desde Sallanches en el ocaso (1802). Por primera vez la visión de un cuadro de montaña nos transmite la misma emoción que sentimos al escalarla. Tampoco ha sido considerado un gran pintor, pero por fin el camino a la pintura de montaña (Bergsteigermaler) ya estaba abierto, y otros pintores-alpinistas lo recorrerán, desde Whymper a Platz, Samibel o Montoro.

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