LA BTT, LA SIERRA DE GUARA Y EL MAESTRO DE BOLEA



La mountain bike no es, pese a su nombre, el mejor vehículo para subir una montaña pudiéndolo hacer a pie, trepando o escalando.
Tampoco la bicicleta es la mejor forma de recorrer grandes distancias por carreteras atestadas de coches con conductores “ciclicidas”.
Aunque siempre habrá quién guste de subir la bici a una cumbre o de sentir en la oreja el bufido de un tráiler.
Sí es, me parece, la mejor forma de desplazarse en distancia medias, por media montaña, con mediano esfuerzo y riesgo, disfrutando medianamente del recorrido y de las sorpresas que nos depara; por caminos, por pistas, incluso por carreteritas olvidadas.

La Sierra de Guara, en el Prepirineo oscense, reúne todas las condiciones para recorridos de descubrimiento en este arranque de la primavera con nevadas tardías que incluso blanquean las cimas menores del Águila, Gratal y Puchilibro.
Por la ladera sur de estos últimos, a la que se llega fácilmente desde la misma ciudad de Huesca, discurre un magnífico recorrido que,  desde las Gorgas de San Julián de Lierta -afortunadamente olvidadas por las multitudes barranquistas de Rodellar y Alquézar- se dirige al oeste por el mítico reino de los Mallos, camino de Bolea, Loarre y Riglos.
Es cierto que a todos estos famosos lugares se accede cómodamente en coche. Pero también lo es que no ven lo mismo el turista motorizado que llega desde el llano y el esforzado ciclista que, bajando de la Sierra, descubre los Mallos desde el mirador de los Buitres, o el castillo de Loarre desde los pinares de Aniés.

Pero el primer descubrimiento se habrá hecho antes de llegar allí. Después del largo descenso hasta Puibolea se alcanza Bolea por una carreterita de juguete. Hay que apretar el pedal por sus empinadas callejuelas hasta subir al punto más alto de esta atalaya que fortificaron primero los musulmanes para la defensa de Huesca y luego los cristianos para su reconquista. Por eso hay restos de un castillo árabe del siglo X y de una iglesia románica del XII.
Pero en este estupendo mirador sobre la Hoya de Huesca, lo que realmente llama la atención es su gran Colegiata levantada a mediados del siglo XVI.  Enorme, poco airosa, desproporcionada, gris, mastodóntica. Dan ganas de no acabar de subir la cuesta, dar media vuelta y dejarse deslizar desencantado hasta el llano sin dar un solo pedal.
Sería un gravísimo error.
Hay que aparcar la bici bajo la portalada ojival, pagar los 2,5 euros de la entrada y traspasar la puerta.

Entonces se entenderá, sin necesidad de más explicaciones, que la verdadera arquitectura consiste en la creación de espacios habitables: en este caso tres naves de la misma altura cubiertas por bóvedas estrelladas sobre pilares fasciculados. Espacio unitario renacentista con fuertes influencias góticas. Planta de salón de gran tradición aragonesa. Un espacio para el espíritu.
Desde cualquier punto se abarca todo: a los pies el coro colegial de madera y su órgano. En cada capilla un retablo; siete, renacentistas y barrocos. Y en el ábside de la cabecera, destacando sobre todos ellos, el Retablo Mayor de la Asunción.
Hay que acercarse despacio. El clic, clic de la calas en el pavimento suena irreverente. Sin prisa. Y frotarse los ojos para sobreponerse a la sorpresa.

El retablo se sitúa detrás del altar mayor (retro tabula) y se realizó entre 1490 y 1503. Es, por tanto, una obra del último gótico anterior a la iglesia actual. Una obra maestra que no se hizo para Huesca, ni para Zaragoza, que hubiera merecido estar en París o en Brujas. Y que está en Bolea, 584 habitantes.

Su estructura es acorde al último estilo medieval que tanto se resistió a desaparecer en los reinos peninsulares: en su parte baja, la más accesible al espectador, se asienta el banco de tres pisos y sobre él, el cuerpo superior también de tres pisos escalonados y cinco calles, protegido por esa especie de marco llamado guardapolvo. Predominan los dorados y los motivos decorativos góticos como doseletes, tracerías y gabletes. Y cincuenta y siete tallas policromadas del escultor Gil de Brabante. Que no está mal.
Pero todo esto queda eclipsado por la veintena de paneles pintados al temple en los que se deja atrás lo gótico e irrumpe un nuevo estilo, el Renacimiento. Y lo hace superando con rotundidad a obras mucho más conocidas de “primitivos flamencos” y maestros italianos del “Quattrocento” que en los manuales de arte figuran como pioneros; por su colorido brillante y el  naturalismo de arquitecturas y paisajes, por la plasmación de los sentimientos,  por el modelado de los volúmenes, por su estudiada composición, por la incorporación de la luz, por el claroscuro…

Tabla de la Última Cena, retablo Mayor de la colegiata de Bolea (Huesca)
Y para muestra un botón: primer piso del cuerpo, primer registro o casamento por la izquierda, junto al ángel que porta el escudo con las barras de Aragón: tabla de La Última Cena.
El gran problema de la pintura figurativa, la ruptura de la bidimensionalidad del soporte mediante trucos perspectivistas que simulen la profundidad, se solventó a lo largo del siglo XV con la perspectiva lineal vinculada al punto de fuga. Esto obliga a la inclusión de arquitecturas exteriores o interiores que reforzaran las líneas confluyentes. Dos buenos ejemplos al respecto son la Entrega de las Llaves a San Pedro de Perugino y la Última Cena de Leonardo da Vinci. Pese a la importancia de estos maestros, en ambas obras la profundidad resulta demasiado escenográfica y los personajes, en primerísimo plano, parece que vayan a caerse fuera del cuadro. Pero es Italia.
El genial Leonardo pintó su Cena entre 1495 y 1497. Es, por tanto, coetánea de la del retablo de la Asunción de Bolea pero en ésta la solución al problema de la profundidad es mucho más avanzada.
La gran mesa no se despliega a lo ancho como en un escenario, sentándose los doce apóstoles y el Maestro en uno de sus lados mirando todos a la platea, dejando detrás suyo una profunda habitación… vacía. El truco es demasiado ingenuo y evidente. No. En Bolea la mesa se coloca en profundidad, en escorzo, con su punto de fuga desplazado hacia la derecha, mientras siete apóstoles nos dan la cara sentados en un lateral y los cinco restantes aparecen de espaldas en el otro, mientras Cristo, de pie al fondo, se recorta en el ventanal.
Aquí el truco está muy elaborado. Más adelante lo utilizará con plena soltura el veneciano Tintoretto en el Lavatorio de los pies. Más Italia.
Lo verdaderamente sorprendente es que lo hiciera aquí, en un pueblo al pie de la Sierra de Guara, con más soltura que Leonardo y cincuenta años antes que Tintoretto, un pintor al que solo se conoce como el Maestro de Bolea.


EL CHALTÉN vs. VILLA O´HIGGINS

El mejor trek de la Patagonia y las disputas fronterizas

Cerro Fitz Roy desde la laguna del Desierto
La historia
Cuando Argentina y Chile alcanzaron la independencia de España hace dos siglos, el conocimiento que se tenía del extremo sur americano era bien escaso. Antes, durante los tiempos de la colonia, sólo se habían reconocido las zonas costeras por su valor estratégico en la navegación entre los dos océanos, el Atlántico y el Pacífico, mientras los territorios del interior seguían siendo, como siempre, el país de unos pocos indígenas que ya Magallanes había bautizado exageradamente como patagones (mapuches en la Patagonia chilena y tehuelches en la Argentina) y que después algunos jesuitas también quisieron bautizar como cristianos.
Tras la independencia, los dos nuevos países trataron de fortalecer sus posiciones en esos territorios donde la frontera, marcada en la cordillera de los Andes “por las más altas cumbres que dividen las aguas”, era una pura entelequia. Y lo hicieron abriendo el territorio de la Patagonia a una colonización que no había habido antes, con criollos del norte y, si éstos eran insuficientes, con colonos alemanes, galeses, italianos, daneses… en una particular “marcha hacia el Oeste”, que en este caso se dirigió al sur… y como siempre a despecho de los indios.
Los estancieros asentados en los boscosos senos del Pacífico sabían sin duda que estaban en Chile, y en Argentina los de las áridas estepas que daban al Atlántico. Pero en las proximidades de la cordillera no; especialmente donde los Hielos Continentales dan una configuración a los Andes en la que el eje cordillerano es confuso y poco tiene que ver con la divisoria de aguas. Pero esto no se supo, y aún no del todo, hasta las exploraciones de Francisco P. Moreno y del padre De Agostini.

Cuando en los años cincuenta del pasado siglo se escaló por primera vez el cerro Fitz Roy, en el borde oriental del Hielo Continental Sur cerca del lago Viedma, allí sólo había algunas estancias cuyos colonos provenían unos de Argentina y otros de Chile sin tener claro ninguno en qué país se encontraban.
Hoy, a donde sólo llegaba una mala pista de ripio llega el asfalto desde la Ruta 40 que recorre toda la Patagonia argentina de sur a norte y donde no había nadie se asienta una población que supera el millar de habitantes y proclama su argentinidad como “capital nacional del trekking”. Es El Chaltén. Su avenida principal lleva el nombre del General San Martín, el libertador, y otras se llaman Andreas Madsen, un antiguo estanciero, o Lionel Terray, el vencedor del Fitz. Hay un puesto de la Gendarmería.

No lejos de allí, en el brazo norte de un lago que los chilenos llaman O´Higgins,  también ha crecido de la nada otra población que lleva ese nombre, el de su libertador, reforzando la chilenidad de la zona. Pero las reclamaciones de soberanía desde ese lado, el chileno, siempre han sido más dificultosas debido a la compleja orografía de su Patagonia, llena de fiordos que llaman senos, de glaciares que llaman ventisqueros y de montañas que llaman cerros. De manera que los primeros colonos chilenos no llegaron desde allí, sino de Puerto Natales, mucho más al sur, remontando por el lado argentino; como los Mancilla, asentados en la orilla sur del lago.
Hoy, a Villa O´Higgins, una aldea de quinientos habitantes, sólo llega una mala pista de ripio desde los años noventa con el rimbombante nombre de Carretera Austral. No pasa de allí. Hay un puesto de Carabineros.

Entre ambas localidades se despliega uno de los paisajes más abrumadoramente hermosos del planeta que en su tramo central sólo puede hacerse a pie porque ninguna carretera lo atraviesa, ni siquiera de ripio. Argentinos y chilenos aún viven de espaldas, pero no lo harán por mucho tiempo
Hoy, probablemente sea el mejor sendero de la Patagonia. Mañana podrá hacerse en coche.

El conflicto
En el Chaltén siempre sopla un viento inmisericorde. Viene desde Chile, de donde dicen no llega nada bueno, y se encajona desde la laguna del Desierto por el valle del río Las Vueltas. Las nubes que arrastra quedan enganchadas en las cumbres lanzando rachas de cellisca sobre el pueblo y después sale seco a campo abierto en las orillas del lago Viedma.
Cuando todavía estas tierras del sur de la Patagonia eran de verdad el fin del mundo, se acordó entre los dos países con razonable ignorancia que su frontera política estaría marcada por la divisoria de aguas de la cordillera de los Andes (Tratado de Límites de 1881). Pero no iba a ser tan sencillo.
Ya desde antes, colonos argentinos y chilenos se habían ido instalando en la zona. Entre otros, los Sepúlveda se asentaron al sur de la laguna del Desierto, los Mancilla en la orilla del lago O´Higgins y los Madsen al pie del Fitz Roy. Olvidados por sus respectivos gobiernos, en realidad ninguno sabía si vivía en Chile o en Argentina.
En 1953 los norteamericanos realizaron un vuelo fotográfico para cartografiar mejor la zona, lo que clarificó la complicada orografía pero complicó las cosas. A diferencia de los antiguos e imprecisos mapas, la laguna del Desierto quedaba definitivamente en el lado argentino.
El gobierno de Buenos Aires llevaba ya un tiempo presionando a los colonos chilenos asentados en el valle del río Las Vueltas para que regularizaran su situación en Río Gallegos, la capital provincial. Algo problemático, aparte la lejanía, cuando algunos títulos de propiedad de las estancias llevaban el sello del gobierno chileno.
La presión por parte de la gendarmería argentina se acentuó sobre ellos a comienzos de los años sesenta.
El 4 de octubre de 1965 se comunicó a Domingo Sepúlveda en su estancia de la laguna Cóndor que, de no demostrar su titularidad, sería desalojado en una semana. Llevaba establecido allí desde 1927.
Puesto en contacto con otro chileno, Candelario Mancilla, éste informó de la amenaza en el puesto fronterizo del lago O´Higgins y un grupo de cuatro carabineros se desplazó hasta las inmediaciones de la laguna.
Por su parte la gendarmería argentina envió casi un centenar de efectivos al mismo lugar. Un inevitable y desafortunado encuentro en los bosques se saldó con un muerto, un herido grave y dos detenidos; todos los sorprendidos carabineros chilenos.
Pasados unos días de exaltación patriótica popular en Santiago y en Buenos Aires, el incidente no fue más allá y los presidentes de ambos países firmaron un acuerdo provisional que reconocía la nueva situación, a la espera de lo que decidiera un arbitraje internacional. Tardaría en llegar hasta 1994 y resolvió a favor de Argentina.

Unos años antes, el presidente argentino Raúl Alfonsín ya había decidido fortalecer su posición en la zona y por la Ley 1171 de 12 de octubre de 1985 fundó la aldea que lleva el nombre tehuelche del cerro que la preside: El Chaltén, la montaña humeante, justo en la inhóspita confluencia del río Fitz Roy con el río Las Vueltas.
Los primeros pobladores no llegaron hasta 1987 y sólo lo hicieron atraídos por las jugosas ventajas gubernamentales: viviendas y tierras a precios irrisorios, trabajos bien remunerado, pensiones ventajosas, carretera, gas, electricidad, escuela… En 1991 sólo eran 41. En 2005 ya 900; en 2015 una pequeña ciudad de casas de chapas de colores albergaba a 1600 habitantes.

Zona e itinerario descritos
El trekking
El cruce de los Andes patagónicos que conecta ambas localidades es mucho más que una breve y sencilla caminata de dos días. De entrada, llegar a El Chaltén supone recorrer la Ruta 40 y descubrir de paso la Patagonia argentina, salir de Villa O´Higgins supone hacerlo por la Carretera Austral y recorrer la Patagonia chilena.
O al revés, porque la logística está mejor organizada en la vertiente chilena que en la argentina y la llegada a la laguna del Desierto con el Fitz Roy de telón de fondo es única. Y se va a favor del viento, que aquí no es poca cosa.
A pie. O, como muchos, en bici pedaleando las dos míticas rutas patagónicas. Con combinación de bus y barca. Al alcance de cualquiera con un mínimo de espíritu aventurero.
La mejor época es de noviembre a marzo, primavera-verano australes, pero en esos dos meses extremos los servicios de transporte son escasos y el tiempo no es fiable, que siempre lo es poco. Especialmente en el cruce del lago O´Higgins porque la barcaza Quetru  hace solo un viaje a la semana y depende del oleaje. Algo más regular es el funcionamiento de la barcaza Huemul en la laguna del Desierto, pero en hora mala se salva a pie por su orilla este.
Si se lleva mucho peso, para el paso a pie de la frontera puede contarse con el apoyo de caballerías en la estancia de Candelario Mancilla. También el alojamiento lo facilita su familia.
Se hace por libre o a través de VillaO´Higgins Expediciones que organiza las conexiones de todos los servicios. En cualquier caso no es barato.