EL BOSQUE MÁGICO




A veces, extasiados con el paisaje desde una cumbre, exclamamos que ha valido la pena subir hasta allí aunque sólo para verlo. No estoy seguro que sea para tanto, porque volvemos otro día en medio de la niebla y la ventisca y entonces lo habrá merecido por el esfuerzo y bla, bla bla, aunque no veamos más allá del hielo de las pestañas.
En definitiva, vamos a la montaña por nosotros y no por ella. Porque no es un museo de paisajes, que para eso están los cuadros que otros pintaron y las infinitas fotos que nosotros sacamos y que pretenden ser descripciones más o menos artísticas del paisaje. Pero el paisaje no es más que fruto de la casualidad y el arte de la voluntad.

Hace unos días tuve la experiencia que contradice esta tesis o que, como excepcional, la corrobora.
Paseando bajo la lluvia por la Reserva de la Biosfera de Urdaibai, cerca de Guernika, en Vizcaya, en un paraje donde la montaña ya huele a mar, un fragmento de bosque ha sido modificado por la mano del artista que lo ha convertido en una obra de arte expuesta en la propia naturaleza como en un museo: el bosque de Oma o bosque pintado de Agustín Ibarrola.

Muchos habéis oído hablar de él, pocos lo habréis visitado. Sé que no es ni tan siquiera una excursión, sólo un paseo, pero su singularidad justifica incluirlo en un blog como este donde la montaña es un pretexto. Además es el ejemplo más importante de arte en la naturaleza o land art de nuestro país.

Permitidme ahora una pequeña disgresión “cultureta” para disfrutar más del recorrido.
El land art es una de las múltiples corrientes en que se ha fragmentado el arte contemporáneo y que tan difícil hace su aproximación al gran público y tan fácil la sospecha de fraude para muchos.
Surgió a finales de los años sesenta del pasado siglo con el ánimo de sacar el arte de los antros de los museos y situarlo al aire libre (en el mar, el desierto, la montaña, el bosque), rompiendo con los materiales académicos y sustituyéndolos por los propios naturales (rocas, nieve, hierba, árboles) con la intención de convertir el paisaje, resultado fortuito de la actuación geológica, atmosférica, hidrológica o biológica, en una obra de arte mediante la intervención del artista. Al final resulta tan importante esta intervención como el resultado, y éste incluso carece de la inmutabilidad que se le supone a una obra de arte concluida.

En esto consiste el bosque de Oma, un recorrido altamente recomendable para todos los amantes de la naturaleza que tantas veces la hemos visto destrozada por la intervención humana y que aquí la ha convertido en algo más que un bonito paraje natural: un bosque mágico.





Agustín Ibarrola realizó la obra en un bosque de robles, castaños y sobre todo pinos en la ladera occidental del vallecito de Oma (Kortezubi) donde está su casa familiar, entre los años 1982 y 1985.
Son 47 pinturas en los troncos rugosos de centenares de árboles agrupados a diferentes profundidades de campo y diversas alturas en la pendiente, que adquieren el sentido que el artista quiso darles al contemplarlas desde puntos de vista debidamente numerados y señalados en el suelo con flechas de metal. Muchas pinturas son así reconocibles y tienen su título: El Beso, El Rayo Atrapado, El Arcoiris de Naidel, Los Motoristas incluso. Pero, aparte estas sugerencias del artista, otra visión es posible, la ambulante que surge cambiante a cada paso y que impone con naturalidad una abstracción que nos conecta con el origen prehistórico de la pintura corporal y totémica. Primitiva y libre de toda sofisticación intelectual, a los niños les encanta.

En todo ello hay una intencionada conexión con la cercana cueva de Santimamiñe, donde empieza el recorrido, santuario del arte paleolítico francocantábrico… aunque, lástima, las pinturas y grabados no son visitables.
Sin embargo atrae a muchos su visita virtual con sofisticadas gafas tridimensionales en el centro de interpretación que hay a pie de coche y, por supuesto, al lado mismo el restaurante Lezica, en un caserío del siglo XVIII, se llena con muchos más que cucharean su célebre alubiada. La mayoría de ellos, y los que no pasan del cercano islote de Gaztelugatxe porque allí se rodaron unas escenas de Juego de Tronos y les basta, no harán el recorrido que lleva al bosque de Oma. Mejor.

En total hay que caminar unos 8 kms. de ruta circular de ida y vuelta, salvar un desnivel de 204 m. e invertir unas tres horas. Hay visitas organizadas para grupos, pero mejor si no hay nadie y llueve, con paraguas y botas de agua… para entender lo que es la magia.



VICENTE DE HEREDIA Y EL ORIGEN DEL PIRINEISMO EN ESPAÑA




La conquista de las cumbres más altas de la cordillera pirenaica es el punto de partida de lo que hoy se llama montañismo pirenaico o pirineismo.
Su origen se remonta a los últimos años del siglo XVIII y primeros del XIX.

Hasta entonces los habitantes de las dos vertientes de la cordillera, los montañeses, se habían limitado a sobrevivir en un entorno difícil y aislado, especialmente al sur, refugiados en el fondo de sus valles, ignorando las alturas y sólo aproximándose a ellas cuando lo imponía la necesidad.
La necesidad de proveerse de madera de los bosques, de trashumar en verano con el ganado hasta las plletas, de contrabandear por los puertos con el otro lado de la frontera o, como mucho, dar caza a algún sarrio enriscado por las tucas.
Para el montañés, el Pirineo siempre ha sido sólo “monte”, es decir, esa parte del territorio montañoso que puede ocuparse con una finalidad práctica. Así desde la prehistoria.
Más arriba, las altas cumbres carecían de interés alguno y sólo eran lugares donde se refugiaban las leyendas y amenazaban los peligros. ¿Para qué subir hasta allí?

Fragmento entre Torla y Broto del mapa de Roussel, 1730


Pero a lo largo del siglo XVIII el pensamiento ilustrado cambió la percepción que se tenía del mundo, y por tanto de las montañas. Ahora se las empezó a ver a través de la luz de la razón y no de la fe, del conocimiento y no de la superstición. La ciencia era capaz no sólo de entender la realidad sino de mejorarla.
Este fenómeno cultural que se conoce como Ilustración, y su época como Siglo de las Luces, surgió en Francia y se extendió a todo el continente sentando las bases del mundo contemporáneo: las revoluciones políticas e industriales, la sociedad de clases y el laicismo.
Arraigó entre una minoría burguesa (con alguna excepción) que sólo tenía cosas que ganar con los cambios frente a los viejos estamentos privilegiados del clero y la nobleza.
Para ellos el “monte” pasó a ser la “montaña” que incluía hasta las alturas antes innombrables y ahora objeto de conocimiento científico. Luego vendrá el gusto estético (romanticismo) para continuar como objeto de consumo de los nuevos ricos y finalmente de todos.
Los montañeses del Pirineo, quedaron al margen de aquellas entelequias pero, cuando a sus valles llegaron los primeros ilustrados en busca de explicaciones sobre la formación de la cordillera (geólogos), sobre su altura y el aire enrarecido (físicos), sobre sus plantas y propiedades medicinales (botánicos y médicos), sobre su representación gráfica (topógrafos y cartógrafos)… algunos, aunque no entendían nada, se aprestaron a acompañarles como guías… por un buen dinero, por supuesto, que el hambre apretaba lo suyo.

Estos pirineistas que subirán por vez primera a las principales cumbres de un lado y otro de la frontera sólo vienen desde el norte, con lo que el fenómeno que protagonizan es, en su origen, exclusivamente francés.

Las razones de esta disimetría son tanto políticas como geográficas.

Mientras que en Francia, de donde irradia el pensamiento ilustrado, éste se materializó violentamente con su revolución (1789) y proyectó al país hacia el futuro, en España el miedo al contagio revolucionario terminó con el incipiente reformismo ilustrado (Carlos IV) y la guerra de Independencia (1808-1814) nos devolvió al pasado. Cien años de retraso que condujeron a un desencantado Goya, buen testigo del momento, a exiliarse en Burdeos, Cien años de retraso que justificaron entonces la frase atribuida a Dumas de “África empieza en los Pirineos”.
Difícilmente los Pirineos iban a verse inundados de sabios curiosos venidos desde España… salvo, en todo caso, Vicente de Heredia.

Además, el tránsito de personas y de ideas desde el sur hacia el interior de las montañas siempre ha sido mucho más complicado que desde el norte donde los valles se abren directamente a la llanura. Por España, las sierras del Prepirineo y sus congostos dificultaban el acceso. Hasta el punto de que los montañeses, aislados por ese lado, conservaron su propia lengua residual (patués, chistabín, cheso, ansotano) frente al castellano y la usaron como lengua franca, similar al gascón occitano, en sus contactos mucho más frecuentes con las gentes de la otra vertiente.
En fin, que era más fácil acceder desde Francia, que desde la propia España… salvo alguna excepción como Vicente de Heredia, que era grausino.

Así las cosas resultaba inevitable lo que sucedió: la conquista de las cumbres más altas del Pirineo, las “montañas” más allá de los “montes”, fue obra de un numeroso grupo de intelectuales franceses que van desde Louis Ramond de Carbonnières hasta conde Henri Russell a lo largo de todo el siglo XIX.

Casa de los Heredia, con su espléndido alero y pinturas murales, en la plaza Mayor de Graus (Huesca)


Vicente de Heredia y Alemán es la excepción que confirma esta regla.
Nacido en Graus, donde confluyen los ríos pirenaicos Ésera e Isábena, en el seno de una familia de la pequeña nobleza rural, hizo carrera fuera de su pueblo. Capitán del ejército, fue secretario del también aragonés conde de Aranda, hombre fuerte de la política española y reformista, convencido de las nuevas corrientes de pensamiento que llegaban desde Francia. Voltaire dijo que “con media docena de hombres como Aranda, España quedaría regenerada”. No debió haberlos y menos lo fue Godoy que le sustituyó en la confianza del rey Carlos IV.
Desde la paz de los Pirineos (1659) la cordillera había adquirido una importancia estratégica que antes nunca tuvo. Pero los mapas existentes entonces (Samson, 1696) resultaban tan imprecisos que casi era preferible fiarse de los de época romana (Estrabón o Plinio).
Pero con la llegada al trono de Felipe V, primer Borbón, las buenas relaciones entre España y Francia (Pactos de Familia) podían facilitar las cosas. Además era necesario conocer con claridad los límites de cada reino para imponer la nueva política centralista y prever los conflictos fronterizos que acabarían por llegar. Así se planteó la necesidad de crear una Comisión Bilateral de Fronteras (Comisión Caro-d´Ornano, 1785) que cartografiara definitivamente la cordillera. De ella formaba parte el capitán Vicente de Heredia al que le correspondió trabajar la zona central oscense.
Los trabajos estaba previsto que duraran hasta 1806, pero se interrumpieron antes de tiempo (1792) con la radicalización revolucionaria en Francia (ejecución de Luis XVI, pariente de Carlos IV) y  poco después se suspendieron definitivamente (guerra de la Convención con Francia, 1793-95).
Durante el breve periodo de trabajos, Heredia se movió por el Pirineo central. Apenas hay documentación. Se sabe que en 1791 cartografiaba en la vertiente que linda con el circo de Gavarnie. Por entonces subió el primer tresmil español, el Taillón (3144 m.), puede que también el Argualas (3044 m.), Tendeñera, Mondarruego, la Fraucata, Peña Montañesa. Los subió, o envió a algún pastor a que lo hiciera para colocar allí un mojón como referencia para sus mediciones geodésicas.
Cuando Ramond alcanzó el Monte Perdido en 1802, envió antes a sus dos guías junto con un pastor de Pineta a buscar el camino y acabaron llegando hasta la cima. Cuatro días después él también subió. En lo alto un montón de piedras testimoniaba que otros habían estado allí antes. Heredia podría habérsele adelantado diez años…

Tal vez algún día pueda documentarse esta primera. Pero ni aun entonces podría situarse aquí el origen del pirineismo, ni siquiera del español, por dos razones:
En primer lugar porque las ascensiones de Heredia, aun siendo él un reformista ilustrado a la española, obedecían a un trabajo militar estratégico por encargo que no hubiera emprendido por iniciativa propia. Igual que la primera ascensión en 1492 al Mont. Aiguille en el Vercors por el capitán Antoine de Ville fue el resultado de una orden directa del rey Carlos VIII para satisfacer su ego y no resultó ser el origen de la escalada por mucho que se pretenda.
En segundo lugar, porque sus supuestas primeras pasaron desapercibidas y no tuvieron continuidad en este lado de la cordillera, donde hizo falta que pasara casi un siglo para que sucediera algo así (C.E.C. 1890). Al igual que la gesta personal del capitán de Ville, que dista casi trescientos años del auténtico origen del alpinismo, la primera ascensión al Mont Blanc (1786).

Sin embargo bien merece conocerse y reconocerse la singularidad de este “ilustrado del Pirineo”, como ya se ha empezado a hacer en las investigaciones de Juan José Nieto que expuso en la V Semana del Pirineismo de Graus que lleva el nombre de Vicente de Heredia.

PREHISTORIA EN LAS MONTAÑAS DEL VALLE DE BENASQUE



El dolmen de Seira o de San Nicolau

En una tarde de verano en que amenazaba tormenta sobre Cotiella y no descargó ni una gota, como viene siendo habitual, aproveché para visitar el dolmen de Seira.
Seira está, para quienes no conozcáis el Pirineo de Huesca, en la Ribagorza que ocupa la cuenca del Alto Ésera, entre Campo y el Run, en pleno desfiladero que el río ha abierto a través de las calizas de las Sierras Interiores.

Es un paseo de apenas media hora desde Seira el Viejo (el Nuevo que está junto a la carretera se construyó ahora hace un siglo para servir a la central hidroeléctrica). Pasado el pueblo, antes de llegar a la primera curva de la carreterita que sube a Barbaruéns, una indicación a la izquierda nos lleva a un camino sin pérdida. Entre el canal y el tendido eléctrico hasta llegar al llano de San Nicolau.
Allí, en medio de la pradera, veréis uno de los testimonios más antiguos de la presencia de montañeses en el valle. Los carteles explicativos dan la fecha excesiva del III milenio a. C.

Como os explicaron en el instituto los dólmenes son construcciones hechas con grandes piedras (megalito) con finalidad funeraria (enterramientos colectivos) frecuentes en toda la Europa atlántica (cultura megalítica) desde el neolítico a la edad de los metales.
El de Seira es pequeño y tardío, probablemente de finales de la edad del bronce (800 a. C.)
Se atribuyen a poblaciones ganaderas y los hay desde esta zona oriental del Pirineo oscense (pocos) hasta el valle de Hecho (numerosos en el alto Aragón Subordán).
Las gentes del país los llaman, cabanetas o casetas de brujas, y su aspecto actual es bien conocido: tres o más grandes piedras verticales sosteniendo otra mayor horizontal que crean un espacio interior donde se depositaban los cadáveres. Pero en origen esto no se veía así, porque todo estaba cubierto por un montículo de tierra (túmulo) que la erosión ha ido  desmantelando.
Como la mayoría de las tumbas monumentales (incluidas las pirámides de Egipto) los dólmenes fueron saqueados desde antiguo con lo que poco o nada se ha encontrado en su interior.
Aunque el dolmen de Seira tiene poco de monumental y es bastante tosco con su desproporcionada cubierta, nos habla de unos montañeses suficientemente organizados para llevar a cabo una obra de envergadura que es la construcción estable más antigua del valle.

No es mucho ni mucha su antigüedad, pero es que subir a vivir desde el llano a la montaña no debió ser ni fácil ni rápido. Y sucedió mucho antes de que se levantara el dolmen de Seira… o el de Ramastué.

Nota: hay otro en Estós que seguro es más antiguo, porque no es un dolmen aunque lo parezca, sino una acumulación natural de piedras que, todo lo más, se ha usado como cobijo.






Los primeros montañeses

Si por primeros montañeses del valle del Ésera entendemos a los que primero se adentraron más arriba del congosto de Olvena, tendremos que esperar a que pase casi todo el paleolítico.
Antes, las gentes del Somontano vagaban, cazaban y recolectaban sin sobrepasar las estribaciones de las Sierras Exteriores (Abrigo de la Fuente del Trucho, Guara) porque precisaban de espacios abiertos y bosques extensos. Si la vida ya era difícil de por sí, aguas arriba lo era aún más… y hacía mucho frío: la cuarta glaciación se enseñoreaba del Pirineo desde hacía casi 100.000 años, la cuenca media del Ésera, donde concluye con el lsábena, debía ser un llano de praderas y bosques ralos con poco aprovechamiento, y ya no digamos la alta, el valle de Benasque, donde los glaciares descendían al valle y la lengua principal serpenteaba hasta el congosto de Ventamillo.

Hace unos 14.000 años, cuando el paleolítico tocaba a su fin, algún grupo debió aventurarse más arriba, hasta lo alto del desfiladero (cueva del Moro, Olvena) y más allá (abrigo de la Peña de las Forcas, Graus). El clima estaba virando a más templado y las especies cazadas hasta entonces desaparecían o se replegaban a mayor altura.

Durante todo el mesolítico, hasta el 7000 a.C. debió poblarse más intensamente la depresión intrapirenaica pero la adaptación de estas gentes a un medio menos generoso para la depredación y a un espacio más restringido y accidentado para su nomadismo, no debió permitir demasiadas alegrías.
Hasta que una nueva economía y una nueva forma de vida traídas de fuera, el neolítico, permitieron cambiar las cosas. Una auténtica revolución.
La ancestral depredación fue paulatinamente sustituida por la nueva producción (nunca lo hará del todo, hasta hoy). La introducción de una incipiente agricultura impondrá la búsqueda de tierras en el fondo de los valles y la deforestación para conseguirlas, así como asentamientos permanentes cercanos, los primeros poblados. Pero a su vez el pastoreo de animales que antes cazaban (ovejas, cabras) y la escasez de pastos en las tierras bajas, agostados en verano, obligarán a inventar seminomadismo estacional trashumante en busca de pastos de altura.
Así, los montañeses ya asentados en pequeñas aldeas en la cuenca media del Ésera, subirían en verano hasta las estribaciones de las Sierras Interiores en busca de pastos (Campo) y algunos más arriba, más allá del congosto de Ventamillo, donde los glaciares ya se han retirado hace tiempo (cueva dels Trocs, Bisaurri). Van y vienen todos los años, pero terminarán también por asentarse definitivamente en la Sositania, con su fondo de valle plano y sus suelos fértiles. Los poblados deberían situarse en las solanas. De ellos no hay ningún testimonio.

A partir de 2.500 a. C. llegan de fuera, posiblemente a través de un incipiente comercio traspirenáico por los puertos, los primeros metales (hachas de bronce de Cerler y Laspaúles). La ocupación del valle para labores agrícolas y prados de siega empujará a la trashumancia a buscar pastos veraniegos en cotas más altas, probablemente las mismas en las que aún se practica.
Una más compleja organización social debió permitir afrontar trabajos de envergadura y así, al final de la Edad del Bronce (1000 a. C.), apareció el megalitismo pirenaico.
Sus ejemplos más complejos son los dólmenes, pero hay otros de más difícil interpretación como los mehires –piedra hincada- (el de Merli en Lierp) y sobre todo cromlechs –círculos de piedras- (los hay en Chía y sobre todo en las zonas de pastos de verano de los llanos del Hospital,  d´Estanys y de Aigualluts).
Tardó mucho tiempo pero por fin el montañés tomó posesión de la montaña del Alto Ésera.

Terminando ya, para contextualizar este pequeño acontecimiento, por esas mismas fechas los fenicios llegaban a Cádiz y Homero escribía la llíada. Hacía mucho que las pirámides de Egipto habían sido construidas, abandonadas y saqueadas. Es que estos altos valles de montaña han sido siempre rincones muy, muy apartados.

CIEN AÑOS DE LA CONQUISTA DE LA MALADETA



 

La Maladeta desde la desaparecida cabaña de Cabellud, bajo el puerto de Brenasque, 1924. 
(Foto Pierre Poque)



En 1817, cuando como ahora el verano llegaba a su fin, se conquistaba la que parecía ser la montaña más alta del Pirineo, la Maladeta. Resultó que no lo era, pero todavía hoy da nombre a todo el macizo y es la hermana mala y desgraciada del Aneto. Mala, por la leyenda piadosa que rodea su nombre, y desgraciada por el dramático fin del que se atrevió a ascenderla por primera vez hace ya dos siglos.

Al menos desde el siglo XVI se hablaba de la maldición de la montaña a resultas de la falta de hospitalidad de unos pastores que un día de tormenta rechazaron de su cabaña a un andrajoso que acudió pidiendo cobijo. Resultando ser el mismísimo Cristo disfrazado, maldijo a aquellas gentes, a sus rebaños y a sus pastos, que quedaron convertidos en estériles montones de rocas y  hielos.
O eso creían los habitantes de la vertiente norte de la cordillera, incluidos los araneses que también están de ese lado.
Sin embargo al sur, los benasqueses seguían llamando desde mucho antes a estas montañas Mala Eta, que viene a significar simplemente “la más alta”,  de donde le viene el nombre actual.
En 1725 el alcalde de Esterri d´Aneu, en el Pallars Sobirá, organizó una expedición para comprobar la veracidad de la leyenda y vieron la desolación que quisieron ver; en realidad canchales y glaciares. Sin embargo, en el plan de Estanys y en el de Aigualluts pastaban tranquilas las vacas de las gentes de Benasque.

Cazador de sarrios en la Maladeta. 
Pensadores y lugareños
Pasado el tiempo siguieron igual las cosas en esta vertiente sur de la cordillera. Las altas montañas eran, como siempre, territorios estériles donde sólo podían encontrarse peligros inútiles y a la postre desgracias para quienes se adentraran más allá de los límites marcados por los pastos y los bosques.
Sin embargo al otro lado, en la Francia de la Ilustración, ya empezaban a desterrarse los miedos irracionales arrumbados por la razón y el conocimiento que también fueron llegando a las montañas. En 1786 un científico, Paccard, y un montañés, Balmat, conquistaron el Mont Blanc, la montaña más alta de Europa occidental. Había nacido el alpinismo.
En los Pirineos, algo más tarde, surgió el pirineismo desde el mismo lado norte de la cordillera. En 1802 otro ilustrado, Ramond de Carbonières, y varios lugareños ascendieron por primera vez al Monte Perdido que resultó ser la más alta y hermosa montaña calcárea de Europa, pero no la cumbre más alta de su cordillera.


 

Puerto de Benasque. (Litografía hnos. Thierry)

Un científico alemán y un montañés de Luchón en la Maladeta
Por esas fechas ya numerosos turistas ascendían al puerto de Benasque desde el Hospice de France para contemplar de frente el espectáculo de los hielos eternos de los Montes Malditos. Allí debía estar el techo de los PIrineos. Algunos, para mejorar la perspectiva, trepaban hasta el cercano pico de Salvaguardia. Todos acompañados de sus guías locales, en realidad cazadores, pastores, contrabandistas… conocedores de la montaña y de cómo moverse en ella. Y bien necesitados del dinero que pagaban aquellos turistas esnobs.

Pierre Barrau era carpintero y guía en Luchón, el pueblo balneario de donde se partía para la excursión al puerto de Benasque, pero aspiraba a más y en 1787 acompañó por el macizo de la Maladeta al mismísimo Ramond al que no pareció interesarle mucho este macizo granítico y regresó a Barèges donde ya había intuido la gran montaña calcárea que luego conquistaría.
Con el tiempo Barrau, más conocido como ”Pierrine”, se convirtió en el mejor conocedor de la montaña aunque, pese a varios intentos, aún no había conseguido dominarla

Friedrich Parrot.
Contaba ya sesenta y un años cuando en 1817 cayó por Luchón un alemán llamado Friedrich Wilhelm von Parrot. Viajero, médico y naturalista, había estado en los Alpes donde hoy un cuatromil lleva su nombre aunque no llegó a ascenderlo: el Parrotspitze. Lo contrató como guía.
Juntos hicieron la primera ascensión al Perdiguero (3.221 m.) la cumbre más alta del eje de la cordillera que separa el valle de Estós del de Ôo. No fue suficiente porque ambos aspiraban a conquistar el techo de la cordillera que debía ser sin duda la Maladeta.
Ya finalizaba el verano cuando cruzaron la frontera desde el Hospice de France por el puerto de Benasque y acamparon en la pradera de la Renclusa.
A la mañana siguiente, 29 de septiembre de 1817 el entusiasmo del joven Parrot y la experiencia de Barrau dieron sus frutos. Remontaron las pedreras, sortearon las grietas del glaciar, ascendieron al collado de la rimaya tallando peldaños en el hielo, salieron a la soleada vertiente sur y treparon los últimos bloques graníticos hasta la cima sin mayores problemas.
Sin embargo, las mediciones barométricas de Parrot apenas dieron 3.300 m. de altura, menos que el Perdido de Ramond. Además, desde allí era evidente a simple vista, porque hacia el este, protegido por el glaciar más grande de la cordillera, el Aneto sobresalía un centenar de metros más.
Aún tardaría un cuarto de siglo en ser escalado. ¿Por qué?


Bajando de la cumbre al collado de la Rimaya. A la izq. el lago de Cregüeña helado.

Parrot estaba convencido de que el camino al Aneto pasaba por su gran glaciar norte, pero abandonó los Pirineos ese mismo año. Sus viajes le alejaron definitivamente de estas montañas soleadas y le llevaron al este de Europa, a Finlandia, el Cáucaso, Armenia, entonces dentro del imperio de los zares, donde en 1829 realizó la primera ascensión al mítico monte Ararat (5.167 m.) por lo que se le considera el padre del alpinismo ruso.
Por entonces su Maladeta ya se había teñido de desgracia y todos los Montes Malditos volvieron a infundir terror. El viejo Barrau había vuelto a subir la montaña en varias ocasiones… hasta 1824.
Guiando a dos turistas parisinos, intentó cruzar la rimaya en lo alto del glaciar por un frágil puente de nieve y éste cedió. Sólo pudo gritar “Dios, me hundo” antes de desaparecer en las profundidades de la grieta de hielo. Los intentos para rescatar su cuerpo fueron inútiles.
Nadie volvería a aquellos hielos en muchos años y todos señalaban con el dedo desde el puerto de Benasque diciendo “allí está el pobre Barrau”.

Finalmente el Aneto se escaló en 1846 cuando aún su fantasma vagaba por aquellos ventisqueros por lo que los primeros ascensionistas evitaron los hielos mediante un largo rodeo por el sur.
En 1931 los restos mortales del guía de Luchón salieron a la luz en la base del glaciar escupidos por su movimiento durante más de cien años.

Hoy la Maladeta, la oriental, sigue pareciendo la más alta pero, como todos los Montes Malditos, no infunde ningún temor. Debería infundir respeto.
Hasta no hace mucho “las Maladetas” eran todas las puntas que a lo largo de dos kilómetros van desde el collado de Alba al Maldito. Ahora sólo se llama así a la cota 3.308 m. Al resto se les han asignado nombres de guías y pirineistas de renombre: Delmás, Mur, Sayó, Cordier, Abadías. Ninguna se llama Parrot o Barrau.

Vías clásicas a la Maladeta Oriental. (Foto Gerardo Bielsa)






Vías clásicas a la Maladeta
1.- Desde la Renclusa por el collado de la Rimaya. P.D. 45-50º con nieve.
2.- Desde la Renclusa por su cara norte. 75º con nieve y IV+. D
3.- Desde la Renclusa por la cresta de los Portillones. III. PD sup.
4.- Desde el collado Maldito. PD.
5.- Desde el lago de Cregüeña. PD.
6.- Desde los picos occidentales. Larga  travesía AD.