DE LO QUE ACONTECIÓ EN EL CANTAL DE ARNALDICO

BTT Puro Pirineo, ruta 7


Galopaba sobre mi rocín de dos ruedas por el camino viejo de Chía a Sahún cruzando a la sazón la llamada selva de Villanova. Diré para los no iniciados que este hermoso paraje se encuentra en las montañas que llaman Pirineos, en el condado de la Ribagorza. Y, a la altura de la partida de Lacoma, donde los moros colocaron la gran piedra oscilante que amenaza con caer sobre el pueblo y  la iglesia de San Pedro cuando el gallo no cante la noche del santo, me vi de repente lanzado al duro suelo al fallarle a mi montura la sujeción de los cuartos traseros.
Allí, en el dicho cantal de Arnaldico, en el aturdimiento del golpe y deslumbrado por las luces que tamizaban las copas de los árboles, me dispuse a ser llamado como Pablo de Tarso para alguna trascendental misión; pero no.
He aquí que sólo percibí sobre mi cabeza un objeto que se balanceaba en el aire como un sombrero de ala ancha, como una bacía de barbero etérea, como un platillo volante, para entender de todos.
Debió ser cosa de moros o de gentes más extrañas aún venidas de más lejos, porque cuando salí de mi atolondramiento me encontré teletransportado por arte de magia a unas 150 leguas de allí lo que, he de confesar, me ha sucedido en muchas otras ocasiones. Como Sísifo sin piedra, desterrado a vivir en la lluviosa Cantabria junto al mar, y condenado a regresar una vez más al luminoso valle y sus montañas para, de formas siempre extrañas y contra mi voluntad, verme de nuevo alejado.

Ruego a quién lea este testimonio lo guarde para sí o lo comparta con discreción a fin de evitar que caiga en manos del Santo Oficio, que soy cristiano más temeroso del Tribunal que piadoso de Dios. Laus Deo.