EL CHALTÉN vs. VILLA O´HIGGINS

El mejor trek de la Patagonia y las disputas fronterizas

Cerro Fitz Roy desde la laguna del Desierto
La historia
Cuando Argentina y Chile alcanzaron la independencia de España hace dos siglos, el conocimiento que se tenía del extremo sur americano era bien escaso. Antes, durante los tiempos de la colonia, sólo se habían reconocido las zonas costeras por su valor estratégico en la navegación entre los dos océanos, el Atlántico y el Pacífico, mientras los territorios del interior seguían siendo, como siempre, el país de unos pocos indígenas que ya Magallanes había bautizado exageradamente como patagones (mapuches en la Patagonia chilena y tehuelches en la Argentina) y que después algunos jesuitas también quisieron bautizar como cristianos.
Tras la independencia, los dos nuevos países trataron de fortalecer sus posiciones en esos territorios donde la frontera, marcada en la cordillera de los Andes “por las más altas cumbres que dividen las aguas”, era una pura entelequia. Y lo hicieron abriendo el territorio de la Patagonia a una colonización que no había habido antes, con criollos del norte y, si éstos eran insuficientes, con colonos alemanes, galeses, italianos, daneses… en una particular “marcha hacia el Oeste”, que en este caso se dirigió al sur… y como siempre a despecho de los indios.
Los estancieros asentados en los boscosos senos del Pacífico sabían sin duda que estaban en Chile, y en Argentina los de las áridas estepas que daban al Atlántico. Pero en las proximidades de la cordillera no; especialmente donde los Hielos Continentales dan una configuración a los Andes en la que el eje cordillerano es confuso y poco tiene que ver con la divisoria de aguas. Pero esto no se supo, y aún no del todo, hasta las exploraciones de Francisco P. Moreno y del padre De Agostini.

Cuando en los años cincuenta del pasado siglo se escaló por primera vez el cerro Fitz Roy, en el borde oriental del Hielo Continental Sur cerca del lago Viedma, allí sólo había algunas estancias cuyos colonos provenían unos de Argentina y otros de Chile sin tener claro ninguno en qué país se encontraban.
Hoy, a donde sólo llegaba una mala pista de ripio llega el asfalto desde la Ruta 40 que recorre toda la Patagonia argentina de sur a norte y donde no había nadie se asienta una población que supera el millar de habitantes y proclama su argentinidad como “capital nacional del trekking”. Es El Chaltén. Su avenida principal lleva el nombre del General San Martín, el libertador, y otras se llaman Andreas Madsen, un antiguo estanciero, o Lionel Terray, el vencedor del Fitz. Hay un puesto de la Gendarmería.

No lejos de allí, en el brazo norte de un lago que los chilenos llaman O´Higgins,  también ha crecido de la nada otra población que lleva ese nombre, el de su libertador, reforzando la chilenidad de la zona. Pero las reclamaciones de soberanía desde ese lado, el chileno, siempre han sido más dificultosas debido a la compleja orografía de su Patagonia, llena de fiordos que llaman senos, de glaciares que llaman ventisqueros y de montañas que llaman cerros. De manera que los primeros colonos chilenos no llegaron desde allí, sino de Puerto Natales, mucho más al sur, remontando por el lado argentino; como los Mancilla, asentados en la orilla sur del lago.
Hoy, a Villa O´Higgins, una aldea de quinientos habitantes, sólo llega una mala pista de ripio desde los años noventa con el rimbombante nombre de Carretera Austral. No pasa de allí. Hay un puesto de Carabineros.

Entre ambas localidades se despliega uno de los paisajes más abrumadoramente hermosos del planeta que en su tramo central sólo puede hacerse a pie porque ninguna carretera lo atraviesa, ni siquiera de ripio. Argentinos y chilenos aún viven de espaldas, pero no lo harán por mucho tiempo
Hoy, probablemente sea el mejor sendero de la Patagonia. Mañana podrá hacerse en coche.

El conflicto
En el Chaltén siempre sopla un viento inmisericorde. Viene desde Chile, de donde dicen no llega nada bueno, y se encajona desde la laguna del Desierto por el valle del río Las Vueltas. Las nubes que arrastra quedan enganchadas en las cumbres lanzando rachas de cellisca sobre el pueblo y después sale seco a campo abierto en las orillas del lago Viedma.
Cuando todavía estas tierras del sur de la Patagonia eran de verdad el fin del mundo, se acordó entre los dos países con razonable ignorancia que su frontera política estaría marcada por la divisoria de aguas de la cordillera de los Andes (Tratado de Límites de 1881). Pero no iba a ser tan sencillo.
Ya desde antes, colonos argentinos y chilenos se habían ido instalando en la zona. Entre otros, los Sepúlveda se asentaron al sur de la laguna del Desierto, los Mancilla en la orilla del lago O´Higgins y los Madsen al pie del Fitz Roy. Olvidados por sus respectivos gobiernos, en realidad ninguno sabía si vivía en Chile o en Argentina.
En 1953 los norteamericanos realizaron un vuelo fotográfico para cartografiar mejor la zona, lo que clarificó la complicada orografía pero complicó las cosas. A diferencia de los antiguos e imprecisos mapas, la laguna del Desierto quedaba definitivamente en el lado argentino.
El gobierno de Buenos Aires llevaba ya un tiempo presionando a los colonos chilenos asentados en el valle del río Las Vueltas para que regularizaran su situación en Río Gallegos, la capital provincial. Algo problemático, aparte la lejanía, cuando algunos títulos de propiedad de las estancias llevaban el sello del gobierno chileno.
La presión por parte de la gendarmería argentina se acentuó sobre ellos a comienzos de los años sesenta.
El 4 de octubre de 1965 se comunicó a Domingo Sepúlveda en su estancia de la laguna Cóndor que, de no demostrar su titularidad, sería desalojado en una semana. Llevaba establecido allí desde 1927.
Puesto en contacto con otro chileno, Candelario Mancilla, éste informó de la amenaza en el puesto fronterizo del lago O´Higgins y un grupo de cuatro carabineros se desplazó hasta las inmediaciones de la laguna.
Por su parte la gendarmería argentina envió casi un centenar de efectivos al mismo lugar. Un inevitable y desafortunado encuentro en los bosques se saldó con un muerto, un herido grave y dos detenidos; todos los sorprendidos carabineros chilenos.
Pasados unos días de exaltación patriótica popular en Santiago y en Buenos Aires, el incidente no fue más allá y los presidentes de ambos países firmaron un acuerdo provisional que reconocía la nueva situación, a la espera de lo que decidiera un arbitraje internacional. Tardaría en llegar hasta 1994 y resolvió a favor de Argentina.

Unos años antes, el presidente argentino Raúl Alfonsín ya había decidido fortalecer su posición en la zona y por la Ley 1171 de 12 de octubre de 1985 fundó la aldea que lleva el nombre tehuelche del cerro que la preside: El Chaltén, la montaña humeante, justo en la inhóspita confluencia del río Fitz Roy con el río Las Vueltas.
Los primeros pobladores no llegaron hasta 1987 y sólo lo hicieron atraídos por las jugosas ventajas gubernamentales: viviendas y tierras a precios irrisorios, trabajos bien remunerado, pensiones ventajosas, carretera, gas, electricidad, escuela… En 1991 sólo eran 41. En 2005 ya 900; en 2015 una pequeña ciudad de casas de chapas de colores albergaba a 1600 habitantes.

Zona e itinerario descritos
El trekking
El cruce de los Andes patagónicos que conecta ambas localidades es mucho más que una breve y sencilla caminata de dos días. De entrada, llegar a El Chaltén supone recorrer la Ruta 40 y descubrir de paso la Patagonia argentina, salir de Villa O´Higgins supone hacerlo por la Carretera Austral y recorrer la Patagonia chilena.
O al revés, porque la logística está mejor organizada en la vertiente chilena que en la argentina y la llegada a la laguna del Desierto con el Fitz Roy de telón de fondo es única. Y se va a favor del viento, que aquí no es poca cosa.
A pie. O, como muchos, en bici pedaleando las dos míticas rutas patagónicas. Con combinación de bus y barca. Al alcance de cualquiera con un mínimo de espíritu aventurero.
La mejor época es de noviembre a marzo, primavera-verano australes, pero en esos dos meses extremos los servicios de transporte son escasos y el tiempo no es fiable, que siempre lo es poco. Especialmente en el cruce del lago O´Higgins porque la barcaza Quetru  hace solo un viaje a la semana y depende del oleaje. Algo más regular es el funcionamiento de la barcaza Huemul en la laguna del Desierto, pero en hora mala se salva a pie por su orilla este.
Si se lleva mucho peso, para el paso a pie de la frontera puede contarse con el apoyo de caballerías en la estancia de Candelario Mancilla. También el alojamiento lo facilita su familia.
Se hace por libre o a través de VillaO´Higgins Expediciones que organiza las conexiones de todos los servicios. En cualquier caso no es barato.



LEVADAS DE MADEIRA

Caminando por la curva de nivel

Caldeirâo Verde

De entrada resulta extraño que una isla tan pequeña en pleno Atlántico que solo tiene 57 kilómetros de largo (Ibiza es mayor) reúna más de dos mil kilómetros de senderos señalizados. Pero todavía más que sean auténticos recorridos de montaña, porque aquí la montaña arranca desde el mar (incluso desde más abajo, como en todas las islas volcánicas) y, aunque su cota más alta, el monte Ruivo, solo alcanza los 1862 metros son muchos cuando desde el primero van todos uno encima del otro.
Pero lo verdaderamente sorprendente es que la mayoría de estos recorridos que surcan la intrincada y boscosa geografía de Madeira son completamente llanos, horizontales, pegados a la misma curva de nivel. Unas veces colgados sobre precipicios de vértigo, otras bajo tierra!: son las levadas.
En su origen no se hicieron para ser transitadas y mucho menos para llegar a las cumbres. Pero hoy son el mayor atractivo de la isla para quienes gustan de adentrarse en los últimos rincones de esta naturaleza propia de Parque Jurásico…: la lluvia, las brumas, el abismo, las lagunas, las cascadas, el mar, las montañas, la laurisilva… pero sin dinosaurios.

Al poco de su descubrimiento en el siglo XV, y como escala en su búsqueda de un camino que bordeara África camino de la India, los portugueses la poblaron y dedicaron al cultivo primero de caña de azúcar, después de vino y finalmente de plátanos; sobre todo en su ladera sur, soleada, con buenas tierras y protegida de los vientos… pero escasa de agua. Mientras, en la más abrupta ladera norte los vientos alisios descargaban abundantes lluvias que rápidamente se perdían en el mar.
Por ello, desde el siglo XVI se empezó a construir una compleja red de acequias de riego que captaban el agua en el norte húmedo y la llevaban al soleado sur, porque eso significa levada, llevada de agua. Durante siglos se han ido añadiendo kilómetros y kilómetros hasta sumar hoy más de mil que, además de para el riego, también se utilizan para abastecer algunos saltos hidroeléctricos.
Son canalizaciones excavadas unas en las roca viva, otras construidas en piedra, en hormigón las últimas; de una anchura de apenas un palmo muchas y menos de un metro las mayores. Pero todas perfectamente transitables por un senderito de mantenimiento a su lado o, si no cabe, simplemente sobre el murete de la levada, el que en muchas ocasiones vuela sobre el vacío. Las más transitadas tienen protecciones en los lugares más expuestos. Muchas requieren equilibrio y poco viento. Y en todos los casos asumir que te vas a mojar al pasar bajo las cascadas y caídas de agua. Estos caminos constituyen hoy uno de los escenarios más originales del mundo para el senderismo de montaña.
Para rematar su originalidad, la horizontalidad por la que discurre el agua en terreno tan accidentado obliga a recorridos muy sinuosos que hacen que el paisaje cambie a cada revuelta, pero con frecuencia también obliga a buscar otras vertientes de la única forma posible: horadando la montaña con túneles, algunos de varios kilómetros pero siempre con su sendero al lado.
Por todo esto en el atuendo del excursionista no debe faltan nunca ni el chubasquero ni la linterna.
Los nombres de alguno de estos recorridos son suficientemente sugerentes: Caldeirâo Verde, Lagoa do Vento, Caldeirâo do Inferno, 25 Fontes, Fajâ da Nogueira…
No es ésta una forma habitual de hacer montaña pero si admitimos que nuestra afición debe tener siempre un punto de descubrimiento, las levadas de Madeira son todo un hallazgo.


EL ALTO ARAGÓN DESDE LA ALTA SVANETIA

Cuando las montañas no son suficiente refugio

La casa de Rins desde la torre 8 de Chajashi (recreación)


En el Alto Aragón “la casa” daba nombre a los miembros de la familia que albergaba más que el propio apellido familiar. En el entorno hostil y la dura vida de la montaña la casa era la seguridad, el refugio a veces insuficiente.

Torreón de casa Rins
Desde el col de Fadas (1470 m.), el puerto más alto de la Ribagorza, parte una pista que, después de pasar por la casa ya abandonada de Fadas, se interna bajo la Tuca de Urmella hasta alcanzar la casa de Rins. En el dintel de la portada principal, bajo el escudo familiar, una inscripción reza: “D. Antonio Solana la costeó. 1316”. Seguro que siempre fue Antonio el de Rins. Todos sus descendientes durante más de tres siglos consideraron la casa suficientemente protegida, en su atalaya de 1575 m, por su aislamiento de los pueblos próximos y por sus gruesos muros de mampostería.
Pero el siglo XVI resultó especialmente convulso en el Alto Aragón y la casa, cualquier casa, resultó insuficiente.
Durante el reinado de Felipe II, aciago para sus súbditos del reino de Aragón, la Ribagorza (en menor medida Sobrarbe y Jacetania) vivió malos tiempos. El bandolerismo creciente, la insurrección ribagorzana contra el rey y las incursiones de hugonotes franceses crearon un clima de inseguridad que condujo a las casas más pudientes a incorporar elementos defensivos a sus construcciones: aspilleras, matacanes y los llamativos torreones. La mayoría son prismáticos  y solo alguno cilíndrico, como el que la casa de Rins tiene en su ángulo noroeste.
Rematados sus diez metros de altura por un tejadillo cónico de losas y con unos cuatro metros y medio de diámetro, no debió ser más eficaz por su forma curva, pero sí más original y elegante, por lo que no debe ignorarse su papel de reafirmación social de una casa dominante.
No hay muchos torreones como este: casa Mur de Aluján, casa la Abadía y casa Lanao de Arro, casa Ruba de Fanlo. El resto suman un centenar.

Cuatro mil kilómetros hacia el este, sobre el mismo paralelo 42º N. en la Alta Svanetia (región caucásica de Georgia) aún quedan más de doscientas torres defensivas similares.

Torreones de Ushguli
Desde hace poco una mala carretera entra ya a través de la quebrada del río Euguri hasta alcanzar la comunidad de Ushguli: son cuatro localidades (Zhibiani, Chubiani, Murqmeli y Chajashi) al pie de la gran barrera sur del Shkhara (5.193 m.) una de las cumbres más altas del Cáucaso.
Cada clan familiar disponía de un torreón defensivo. Un explorador del siglo XVIII comentó que los habitantes de la zona “se habían dado cuenta de que la libertad del individuo prevalece sobre cualquier otra consideración”. Más tarde, un viajero del siglo XIX escribió que “no habiendo ninguna autoridad local que hiciera cumplir la ley se recurría constantemente a las armas”.
La pequeña localidad de Chajashi, la última del valle a 2200 m. de altura tiene una docena de torres. Se vanagloria de ser el pueblo más alto de Europa… pero está en Asia, mal que les pese a sus habitantes que son cristianos desde el siglo IV.
Construidas en mampostería, todas son cuadrangulares de unos 5 metros de lado, pero muy esbeltas (hasta 25 metros de altura). Sus muros suelen estar en ligero talud y se rematan en lo alto con un piso en voladizo sobre arcos y cubierta a dos aguas de losas.
Valle abajo, Mestia es otro buen conjunto fortificado. En toda la región se conservan unas doscientas torres que datan al menos del siglo XII.
Aparte de los comentarios de los antiguos viajeros, sin duda las razones de ser de estas construcciones son las mismas que en el Alto Aragón Igual que aquí, surgieron cuando las montañas ya no fueron suficiente refugio frente a los salteadores venidos de la llanura, frente al rey de Georgia David IV el Constructor, frente a los musulmanes vecinos.
Los svanos las llaman “murkvan” (atalaya).



PAISAJES SUBLIMES

Un mes automedicándome en la Patagonia

Puerto Natales y los Cuernos del Paine


1.- Frenadol Complex en Torres del Paine (Patagonia chilena).

Campamento Paine Grande
Debido a mi propensión catarral (y a la previsión de mi compañera al respecto) no faltaban en el botiquín de viaje una docena de los conocidos sobres rojos. Hicimos corto (los últimos días Paracetamol), y el tratamiento resultó insuficiente porque, después de una semana,  sólo pasé del moqueo y la tos a la faringitis y más tos. Una tos perruna que me acompañó todo el mes de noviembre.
Aún así los Andes, que allí llegan hasta el mar en el seno Última Esperanza, nos parecieron las montañas más hermosas del mundo: el lago y el glaciar Grey, el valle del francés y el Paine Grande, los Cuernos y el lago Nordenskjöld…
Subiendo a la laguna de las Torres nos cruzamos con Stefano que bajaba como tantos, transfigurado. Al rato nosotros estábamos de vuelta y él subía de nuevo, casi a la carrera y sin resuello.

-¿Has olvidado algo arriba?- quizá su cámara llena de fotos…
-Voglio vedere di nuevo lo spettacolo delle tre Torri- …pero sólo volvía a mirar.
-Es muy hermoso.
-No, e sublime.

No noté la diferencia.

2.- Pastillas para la garganta rumbo al norte por el desierto (Patagonia argentina).

El río Santa Cruz atraviesa el páramo patagónico
La Ruta 40 recorre el páramo inmenso al pie de los Andes. Es un terreno deshabitado y yermo batido por los secos vientos cordilleranos que sólo dejan crecer algunos matojos de coirón. Un desierto recorrido por tropillas de guanacos huidizos, que son parientes lejanos de los camellos, y apenas poblado de estancias ovejeras solitarias de verdad, y ya convertidas algunas en establecimientos turísticos.
Como la estancia La Leona donde paró el bus en su interminable viaje al norte. Un poste cargado de flechas indicadoras informaba de las distancias desde el fin del mundo a Seul–17.931 km. a Sidney-14.468 km. a Madrid-12.726 km… a Buenos Aires-2.677 km.
Mientras estirábamos las piernas entumecidas, pensé que aquella desolación no podía calificarse como hermosa y sin embargo tenía un atractivo irresistible.
Entonces no caí en la cuenta de que era sublime.
Arranqué otra pastilla del blíster y me la llevé a la boca.

-Señor, usted no tiene afonía sino disfonía- Me había dicho la dependienta de la farmacia de Puerto Natales antes de la partida- Tómese estos comprimidos.
-¿Y para la tos?
-También le sirven.

Tuve la impresión de que, pese a la precisión semántica, aquel establecimiento era más una tienda de chucherías y las pastillas caramelos.

3.- Pócima india en las montañas de El Chaltén (Parque Nacional de los Glaciares, Patagonia argentina).

Glaciar Piedras Blancas
En la lengua de los tehuelches, Chaltén significa “montaña humeante”; la misma que nosotros conocemos hoy como cerro Fitz Roy en recuerdo del primer europeo que la vio de lejos. A sus pies, el pueblo del mismo nombre nació hace poco en pleno desfiladero del río Las Vueltas que baja desde el Hielo Continental, lo que canaliza vientos y tormentas por toda la avenida San Martín, su calle principal. Difícil encontrar un lugar más inhóspito. Cuando llueve lo hace en horizontal empapando las paredes de chapa mientras el suelo continúa seco.
Un lugar ideal para mi próxima neumonía.
Estábamos atrincherados en el albergue Kospi y Mabel, la dueña, recurrió con determinación a un remedio autóctono.

-Preparate una gelatina a base de cebolla y azúcar a fuego lento. La tomás poco a poco todos los días- me dijo.

A mí me pareció lo mismo, pero con miel, que mi madre me daba de niño por las noches para la tos. Pero además ella me untaba el pecho con Vicks Vaporub, que también debe ser en la Patagonia un remedio indio.

-Mabel, ¿dónde está el hospital más próximo?
-Uy, en el Calafate. Pero uno de verdad en Río Gallegos- la capital de la provincia, en la costa atlántica, a 460 kilómetros.

Estuvimos en El Chalten una semana y apenas vimos el Fitz aunque subimos hasta su base. Nada del Cerro Torre, la montaña más difícil y más famosa del mundo, y lo intentamos cuatro veces. Empecé a entender a Stefano.
Nubes, lluvia, viento, nieve, frío, siempre; posiblemente fiebre también aunque preferí no saberlo.

4.- Zitromax en el ferry de Puerto Chacabuco, océano Pacífico (canales de la Patagonia chilena).

Zarpando de Puerto Chacabuco
El catarro es vírico como la pulmonía; pero ésta también puede ser bacteriana como debe serlo el miedo a cogerla en plena travesía patagónica después de más de dos semanas. Pero el miedo puede ser bacteriano como la pulmonía y yo llevaba con él más de dos semanas. Pero ¡teníamos antibióticos en nuestro botiquín!, así que, una vez cruzamos a Chile por los Antiguos, me di a la azitromicina sin contemplaciones. Demasiada humedad en esa vertiente oceánica, nada bueno.
Las aguas del Pacífico se incrustan en el sur de Chile dejando su mapa convertido en una tirilla carcomida de fiordos, canales e islas. Mientras del otro lado ríos, lagos y glaciares se precipitan desde las montañas hasta el mar. Apenas queda sitio para la única y serpenteante carretera, la carretera Austral. Mejor en barco.
Primero en la barcaza Tehuelche cruzamos el lago General Carrera, luego en el ferry Evangelistas navegamos el fiordo Aysén, el canal Moraleda y bordeamos la gran isla de Chiloé camino de Puerto Montt.
Agua por todas partes; mas la que descargó del cielo en uno de los lugares más lluviosos del planeta, 3000 mm. anuales. Lo que se dice llover a mares.

-No tengás miedo al frío ni a la helada, sino a la lluvia porfiada.
-Al menos no me mareo- respondí
-¡Bárbaro!
-¡Sublime!- pensé en las biodraminas del botiquín.

5.- Bisolbón Compositum bajo los volcanes (región de los Lagos, Patagonia chilena).

Volcán Lanín
Tras el desembarco, por fin un paisaje amable, un “locus amoenus” como dirían los clásicos. Capaz de atraer a pobladores venidos desde muy lejos, especialmente alemanes que empezaron a llegar a mediados del siglo XIX. La región chilena de los Lagos es un lugar apacible para vivir –al menos en apariencia- y está poblada de granjas y ciudades.
Como Puerto Varas, con sus aires de ciudad bávara a orillas del lago Llanquihue, donde por fin encontramos una farmacia como Dios manda; y jarabe para la tos, el de toda la vida que sabe a caramelo barato. Suficiente para aguantar hasta el final del viaje porque después de tres semanas tosiendo tenía agujetas en los abdominales.
No más lugares inhóspitos, “loci horribili”, como los que hemos dejado atrás. No más naturaleza salvaje ni riesgo inminente para el achacoso viajero.
Pues no del todo, porque la región está sembrada de amenazantes volcanes que con sus conos nevados aflorando aquí y allá convierten el paisaje casi en japonés. Paisaje amable pero peligroso en pleno Cinturón de Fuego del Pacífico. Hacía sólo unos meses que habían entrado en erupción los volcanes Calbuco y Villarrica. Y muchos otros dormidos, podían hacerlo en cualquier momento: Osorno, Puyehue, Michinmahuida, Corcovado, Yates, Casablanca, Chaitén, Lanín…
Numerosos letreros advertían como si nada sobre deslizamientos de tierras, erupciones volcánicas, incendios forestales, inundaciones, terremotos y tsunamis.
Con mis pulmones expectorando a todo trapo subimos al volcán Osorno y no pasó nada. Nevaba.

6.- Ebastel Forte en los bosques andinos patagónicos (Parque Nacional Lanín, Patagonia argentina).

En la selva valdiviana  de Lácar
En la zona húmeda de la cordillera, especialmente chilena, un bosque impenetrable (salvo para las empresas madereras) sube hasta el límite de las nieves permanentes; más ralo al sur de donde predomina la araucaria, y esplendoroso al norte, con lengas de más de 40 metros. Es la denominada “selva valdiviana” que desde Chile se cuela en Argentina por los pasos fronterizos, como habíamos hecho nosotros huyendo de la lluvia.

-Ustedes olvidan que aquí aún es primavera- nos habían dicho en la farmacia de Puerto Varas cuando adquirí el jarabe para la tos –y sus organismos no están habituados a nuestra flora austral que es bien distinta de la suya- y empezaron a enumerar pellines, arrayanes, raulíes, ñires, lingues, mañíus, coihues, tiques, … nosotros sólo habíamos visto muchos árboles.
-Lo suyo bien puede ser una alergia al polen.

Llegamos a San Martín de los Andes, recorriendo la selva valdiviana que engarza los Siete Lagos desde el Nahuel Huapi al Lacar, y el viaje tocaba a su fin. Pero mi afección catarral, pulmonar, bronquial todavía no. ¿Alérgica? ¡Llevábamos antiestamínicos!
En la somnolencia producida por una larga automedicación indiscriminada, los bosques que atravesamos al subir al cerro Mallo me parecieron selvas inmensas y desproporcionadas, solitarias pero pobladas de ruidos, acogedoras y a la vez amenazantes. Seducían y repelían, atraían y alejaban. Porque el placer y el miedo sólo confluyen ante la naturaleza salvaje, entonces lo supe, en los lugares de lo sublime.

Para los clásicos (otra vez), la belleza era una percepción racional basada en la calculabilidad, la proporción y la armonía y sólo era posible en los lugares seguros para la vida (loci amoeni). Fuera de estos, la naturaleza salvaje (loci horribili), inabarcable, desmedida y deforme era una amenaza de la que huir.
Así, lo bello en la antigüedad aparecía únicamente en las creaciones del hombre, las Siete Maravillas del Mundo, y no en la naturaleza. Y lo horrible, por otro lado, lo representaban los Cinco Paisajes Salvajes: las selvas, los desiertos, los océanos, los volcanes y las montañas.

Para nosotros, que encontramos todo esto en nuestro viaje, la naturaleza salvaje de la Patagonia estuvo más allá de la frontera de la perfección, sobre ese límite (super limine) y, a diferencia de lo simplemente bello que no es capaz de provocar el escalofrío, la naturaleza patagónica nos emocionó profundamente y nos puso la carne de gallina, lo que es el signo inequívoco del encuentro con lo sublime.

Stefano lo sabía. Entonces nosotros no, pero tampoco fue necesario. Cuando mi compañera Lourdes coronó la morrena y se encontró de repente frente a la laguna y las tres Torres del Paine, se le saltaron las lágrimas.
Yo bastante tuve con sonarme los mocos.


CREÍ QUE ESTABA EN EL FIN DEL MUNDO



El Fin del Mundo porque, para la mayoría de los habitantes del planeta que viven en el hemisferio norte, es el lugar habitado más lejano; en el extremo sur de América, en el otro hemisferio.

La  senda que remonta el valle del Francés desde el campamento Italiano hasta el mirador Británico no puede ser más internacional y no sólo por la toponimia. Esta joya, en el corazón del Parque Nacional de las Torres del Paine en la Patagonia chilena, la recorren durante el verano austral miles de amantes de la naturaleza venidos desde el otro lado del mundo para ver donde éste prácticamente se acaba.
Desde la orilla norte del lago Nordenskjöld atraviesa un espléndido bosque de lengas, el roble andino patagónico que igual alcanza los treinta metros de altura en las zonas bajas como se reduce a un simple arbusto en el límite de las nieves, al pie del cerro Aleta de Tiburón.
No tiene pérdida. Como todos los caminos que recorren el Parque Nacional, que son pocos y amplios, está jalonado de carteles indicadores bilingües español-inglés, mapas y paneles panorámicos, perfiles con horarios y desniveles… a lo que hay que añadir las interminables filas de senderistas recorriéndolo arriba y abajo entre las que basta con dejarse llevar, todos siguiendo las estrictas recomendaciones de los guardaparques bajo amenaza de expulsión. Poco que ver con la libertad de movimientos en otras montañas del mundo, algunas incluso muy próximas como Pirineos o Picos de Europa, donde debe asumirse el riesgo, aunque sea pequeño, que toda pequeña aventura tiene y que por eso nos gusta. Al menos el riesgo de perderse que no es sino el placer de encontrar el camino.

Pues aún hay más en este innecesario redundar en la señalización. A lo largo de todo el recorrido por el valle del Francés, que no por ello deja de ser bellísimo, a intervalos de no más de veinte metros el hacha del guardaparques ha hendido verticalmente el tronco de las lengas abriendo una herida que, aunque ya cicatrizada, mantiene su doloroso aspecto pintada de rojo. Las hay a cientos y acaban convirtiéndose, tras horas de caminata arriba y abajo, en una obsesión que nos retrotrae al Origen del Mundo (Courbet, 1866, Museo D´Orsay, París) cuando creíamos estar en el Fin del Mundo.