... LA BIBLIA EN PASTA


No suelo ordenar el trastero pero lleva camino de convertirse en el tonel de Diógenes montañero.
He empezado a tirar algunas cosas, unas en desuso (esquís estrechos como tablitas), otras rotas (bastones de tres tramos con solo dos), algunas caducadas (la cuerda de escalada con la que remolqué el coche) y además viejas (un arnés integral de color naranja que fue la bomba); cosas que nunca funcionaron cuando fue necesario (el maldito infiernillo de fuel) o que dejaron de hacerlo hace ya mucho (frontales pesadas como focos de cine), algunas inútiles por completo (los sobres de calor químico para los pies) o ya inutilizables (mi vieja mochila de cordura tapizada de moho).

¿Y qué hacer con el llamado material duro?: empotradores mil, bong-bongs gigantes, tornillos sacacorcho, friends de remota generación, mosquetones de hierro, el viejo ocho…  clinc, clinc, clinc. Al meter mano a la ristra de clavijas ha aparecido ésta. Vieja, oxidada, torcida clavija Cassin. Ninguna otra más merecedora de ir a parar con todo lo demás al contenedor del punto limpio. Pero no, la clavaré en un canto de río y la usaré como pisapapeles. Lo mismo pensé hace muchos, muchos años.

Hay cosas que no se olvidan pero que por fortuna no se recuerdan todo el tiempo. Hasta que algo, esa clavija, da en la conexión neuronal adecuada.
Ahora recuerdo la primera vez que vi una montaña de verdad. He visto luego muchas otras más altas, más lejanas, más famosas, pero ninguna me ha impresionado tanto como el Mont Blanc emergiendo por encima de las nubes, la primera vez.

Remontábamos el río Arve camino de Chamonix y a la altura de Saint-Gervais se nos torcía el cuello mirando su cúpula nevada 4000 metros por encima del valle. Las dimensiones nos parecieron himaláyicas, y en verdad lo eran. En un Ford Fiesta S y con el libro “El Macizo del Mont Blanc, las cien mejores ascensiones” de Gastón Rébuffat en la guantera. El monte Sinaí, las Tablas de la Ley, Moisés... la Biblia en pasta.
En la portada –que aún se reedita en tapa dura- el mítico guía recoge su cuerda de pie sobre la exigua cumbre de uno de los Clochetons de Plan Praz. O eso creíamos, y esa era la ascensión número 1 del libro y la nuestra. Y allá nos fuimos nada más desembarcar en el camping salvaje de la Pierre d´Ortaz en Chamonix.
 Igual que en la fotografía de la portada todo el macizo del Mont Blanc se desplegaba resplandeciente enfrente nuestro, desde Le Tour hasta Bionnassay, pero quedaba casi oculto por los dientes rocosos que escalábamos. Allí había algo raro. Los Clochetons, aún siendo afilados no se parecían en nada a la portada del libro. En el largo antes de la cumbre, yendo de segundo claro, al ir a retirar la cuerda de un viejo clavo que, pensé, quizás habría clavado el mismísimo Gastón, se salió solo y, suavemente, me quedé con él en la mano. Lo guardé de recuerdo para hacerme un pisapapeles.
Foto de pie en la cumbre, como en el libro. Pero ¡demonios! no era lo mismo. Bueno, sería que no habíamos encontrado el encuadre adecuado, quizá demasiado bajo… no teníamos zoom…
Zascandileamos una semana por aquellas montañas y a la vuelta me olvidé de la clavija. De la foto luego supe que nuestro francés era muy malo, que Clochetons significa “campanarios”  y que la portada del libro dichoso era en las “Lames de Plan Praz” que podría traducirse como “cuchillas”, que suena parecido pero no es lo mismo. Nosotros nos hicimos la ilusión.

No he terminado de recoger el trastero. La vieja clavija ha vuelto al cajón. Quizá dentro de otros treinta años regrese al Clocheton central y la pose en la misma fisura para que a alguien se le salga, la recoja y piense en hacerse con ella un pisapapeles y...

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