TRINCHERAS EN EL HIELO, CABLES EN LAS ROCAS



"Gran cruz", en el Sentiero degli Alpini, Sesto
Los Dolomitas son las montañas más hermosas del mundo. Las que cualquier niño dibujaría erizadas de picos imposibles sin haberlas visto nunca; afiladas como las puntas de sus lápices de colores Alpino, por supuesto. Quién las ha visto, aunque solo sea una vez, no puede olvidarlas nunca; sus aldeas perdidas en bosques encantados, sus cimas brumosas sobre los prados… Lavaredo, Civetta…También, no nos engañemos, sus teleféricos atestando de gente las alturas, su turismo escandalosamente elitista, sus pistas de esquí cruzando las laderas como cicatrices… Madonna, Cortina…Pese a todo son las montañas ideales porque, ni desmesuradas, ni altísimas, ni inhumanas, no nos apabullan. Son contenidas como un templo clásico. Por eso son el paraíso de los estetas de la montaña, sean sensibles paseantes o escaladores finos. Además, lo son para la práctica de una de las modalidades más en expansión de los llamados deportes de naturaleza: las vías ferratas.

Pero algunos de sus glaciares han empezado a arrojar cadáveres. 

Sea por su lento y natural desplazamiento o por su deshielo acelerado debido al calentamiento global, lo cierto es que en los últimos meses van dejando al descubierto las momias congeladas de soldados muertos durante la Gran Guerra, ahora hace un siglo. Una nota macabra para esta efeméride que tuvo en los Dolomitas uno de sus escenarios más dramáticos. Drama, que además está en el origen de esa popular y divertida forma de recorrer las montañas por caminos de vértigo gracias a escalones, cables y pasarelas.

Foto Museo della Grande Guerra, Peio
Desconocemos quién se sirvió por primera vez de escaleras o clavijas de hierro para subir una montaña, pero debió ser frecuente y desde antiguo. 
Está documentada esta práctica en 1492 en la primera ascensión al Mont Aiguille en el Vercors por el noble Antoine de Ville, considerada el origen del alpinismo. No en vano le acompañaba entre otros el “escalero del rey” Carlos VIII que había encargado la empresa para mayor gloria suya.
No hay muchos más datos hasta el siglo XIX. Pero alguno es tan cercano que merecen recordarse. En 1881, para facilitar el paso de cazadores por los cortados del circo del Soaso en Ordesa, luego aprovechado también por contrabandistas, el inglés Edward Buxton encargó al herrero de Torla Bartolomé Lafuente que lo acondicionara. Ayudado por su vecino el pescador de truchas Miguel Bringota, instaló 33 grandes clavijas de hierro. Ya entonces como hoy, los puristas de la montaña, entre ellos el conde Russell, criticaron esta práctica. Pero los autores cobraron 250 pesetas y miles de montañeros las han usado desde entonces.
En los Alpes austriacos, más adelantados en el turismo de montaña, esta práctica fue algo más habitual: Dachstein (1843), Grosglockner (1869), Zugspitze (1873), Marmolada (1903)… pero no frecuente. Amarrar la montaña con grapas y cables se consideró siempre un servicio para señoritos.

Y en esto estalló la guerra el 28 de julio 1914, en plena temporada turística. Aún no era la Primera Guerra Mundial, ni tan siquiera la Gran Guerra. Y los Dolomitas, entonces parte del viejo imperio Austro-Húngaro, siguieron siendo unas bellas y apacibles montañas a donde el alpinismo había llegado con cierto retraso. 
Se esperaba, tras el asesinato de Sarajevo, otro conflicto local en los Balcanes, esta vez entre el Imperio y Serbia, el tercero en lo que iba de siglo. Pero en unos meses ya estaban comprometidas todas las grandes potencias europeas: Rusia, Alemania, Francia, Reino Unido. 
Se confiaba en resolverla en unos meses a la usanza del siglo XIX, con hábiles movimientos de ejércitos para lucimiento de sus generales, y ya llevaba camino de convertirse en una larga, lenta y sucia guerra de trincheras.
Se soñaba todavía con el honor y el heroísmo que ninguna guerra tuvo nunca, cuando el desarrollo técnico de las décadas anteriores se puso al servicio de la destrucción. 
Y el sueño, la confianza y la esperanza se hicieron añicos.
Pero esto aún pasaba lejos, en las colinas del norte de Francia y en los bosques de Polonia. 
Italia era neutral, pese a formar parte de la Triple Alianza que la vinculaba, un poco a su pesar, a las potencias centrales, Alemania y Austria. Solo esperaba una buena oferta para entrar en guerra; de quién fuera, porque todos precisaban recursos humanos y materiales para un conflicto que ya se adivinaba largo. Y los aliados occidentales lanzaron la mejor para una nación joven e insatisfecha como Italia: recuperaría los “territorios irredentos”, que consideraba italianos y que formaban parte del Imperio Austro-Húngaro, con los que soñaba rematar su unidad nacional incompleta desde 1870: toda la vertiente sur de los Alpes y la costa oriental del Adriático (Trentino, Alto Adigio, Istria, Dalmacia).

Y así Italia entró en la Gran Guerra en 1915.

Foto Museo della Grande Guerra, Peio
Lo hizo también alegremente, confiada en que lo que sucedía en Francia y Rusia no iba a sucederle, pero sucedió.
Fracasados los movimientos iniciales, el frente se estabilizó a lo largo de una línea que iba desde la frontera con Suiza (Ortles-Cevedale) hasta el río Isonzo (Alpes Julianos). El escenario montañoso, con los Dolomitas en su centro, era bien distinto de los otros frentes europeos: los Monti Pallidi, pálidos por su peculiar caliza blanca, lo fueron más por la muerte que los sobrevoló durante tres años.
Las tropas de los dos bandos, Alpini italianos y Kaiserschützen austriacos, reclutados muchos entre los propios montañeses, se atrincheraron en las alturas. Para todos, el rey Víctor Manuel III o el emperador Francisco José I solo eran caras en las monedas por las que se les pedía morir o matar a los vecinos que conocían de siempre. 
Las duras condiciones de la alta montaña para la supervivencia o el combate obligaron a acondicionar los difíciles accesos y las posiciones, y todo el frente se llenó de alambradas, trincheras, casamatas, barracones, cuevas… y, para llegar a ellas, de escaleras, pasamanos, cables, clavijas, puentes, túneles, repisas, escalones tallados… vías ferratas.
Desde mayo de 1915, el macizo de la Marmolada (3.343 m.), la cumbre más alta de los Dolomitas que hoy recorren esquiadores y alpinistas y entonces era la llave estratégica del Tirol, fue el gran escenario del drama que se representó hace ahora un siglo.

Los austriacos mantenían sus posiciones sobre el glaciar norte pese a que los italianos afianzaban las suyas enfrente, sobre la Punta Serauta (3.036 m.) desde donde los batían con fuego de artillería. Para su sorpresa, un buen día, al amanecer, todo el campamento austriaco sobre el glaciar había desaparecido. No se habían ido, se habían “enterrado”, comenzando a excavar en el interior del glaciar lo que terminaría siendo la Eisstadt, la “ciudad de hielo”, que iría creciendo hasta 10 kilómetros de túneles, dormitorios, cocinas, enfermería, letrinas, leñera, cantina y hasta club de oficiales. Fuera, sobre la vertiginosa cresta blanca de la Marmolada, las trincheras de unos y otros estaban a menos de 100 metros.


No fueron los combates los causantes del mayor número de bajas, sino los accidentes en los difíciles accesos y las congelaciones en los durísimos inviernos. Y las avalanchas, en especial la que sobrevino el 13 de diciembre de 1916.
Era viernes a las seis de la mañana y durante toda la semana había nevado intensamente acumulándose cuatro metros de nieve. De repente el viento foehn hizo subir la temperatura y empezó a llover. La estabilidad del manto nivoso se rompió en su base y toda la ladera norte se deslizó; un millón de metros cúbicos de nieve que dejó incólume a la “ciudad de hielo” pero que en el valle barrió el campamento austriaco de Gran Poz, sepultándolo bajo diez metros de nieve, hielo y rocas. Una cabaña con sus ocupantes apareció un kilómetro más allá. Murieron 300 soldados. 
Ese mismo día, también por las avalanchas, en el resto del arco alpino murieron cerca de 10.000.
Nada cambió. Los pasillos de la “ciudad de hielo” se retorcían por los movimientos del glaciar, sus refugios se aplastaban como nueces, pero los combates siguieron hasta finales de 1917. Pero la victoria austriaca en la batalla de Caporetto amenazó Venecia y obligó a concentrar los efectivos italianos en el llano, estabilizándose el frente a lo largo del río Piave. La “guerra blanca” había terminado y las montañas recuperaron entonces la paz de los muertos.
Pero el conflicto, demasiado largo y costoso para las potencias centrales, aisladas y faltas de recursos, estaba ya decidido.

Entrada a un bunker
en la ferrata W. de la Marmolada
Tras la rendición, el tratado de Saint Germain impuso a Austria, en lo que a Italia respecta, la pérdida de los territorios reclamados por ésta y sobre los que se había combatido: Trentino, Tirol meridional, Trieste e Istria, y algunas pequeñas islas de la costa adriática.
Durante el periodo de entreguerras el Club Alpino Italiano acondicionó muchos de aquellos “caminos de hierro” e instaló otros con fines deportivos, como la Vía delle Bocchette en el macizo de Brenta, el más famoso a pesar de no alcanzar ninguna cumbre.
Hoy todas las montañas del mundo tienen itinerarios de este tipo, pero “ferratas” con todo lo que implica este nombre, solo los Dolomitas.



 Allí, cien años después de que el mítico escalador de las Tre Cime/Drei Zinnen, Sepp Innerkofler, muriera hablando italiano, se habla alemán por italianos de nombre Reinhold Messner. En la ferrata del Trincee, enfrente de la Marmolada, hay un cañón que cuando dejó de disparar nadie bajó y otro en Cresta Croce donde las alambradas aún se arrastran por los glaciares del Adamello.Y los naturales del país, que hoy leen las noticias de la aparición de cadáveres de soldados de la Gran Guerra, se preguntan si esos jóvenes helados no serán Günther o Arnoldo, sus bisabuelos.

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