¿DÓNDE ESTÁN ESAS MONTAÑAS?



Estamos a primeros de mayo, pero hasta hoy ha sido posible calzarse los esquís de montaña junto al coche y cruzar el hayedo aún nevado… Vale. Pero es que el coche se ha quedado a escasos mil metros de altura… ¡Oh! Aunque la cima que hemos alcanzado no llega a los dos mil metros ni de lejos… ¿Merece la pena? Es que luego la bajada se hace por un tubo de más de seiscientos metros de desnivel… ¡No es posible!... que ronda los 40º y con una nieve transformada de lujo… ¡Joder, joder, joder!

No, no son las islas Lofoten, ni las montañas de Lyngen. Es el lugar donde más nieva de España a tan poca altura y donde las condiciones orográficas  favorecen mejor la acumulación y conservación del blanco elemento. Los vientos fríos y húmedos del norte se topan enseguida con estas montañas que son menores y están esquinadas y, contra todo pronóstico, descargan ingentes cantidades de nieve en el soleado sur, a sotavento.

No es fácil acceder hasta allí en coche, pese a la cercanía de algunas ciudades importantes, porque el puerto que flanquea estas montañas, que sería bajo y limpio en otras, aquí permanece cerrado hasta finales de abril. Aún entonces, la fresadora quitanieves abre una trinchera de varios metros de altura. Una visión propia de otras fechas y de otras latitudes.
Hace ya muchos años que estas inusuales condiciones justificaron la construcción de una estación de esquí… de juguete. Su cota máxima no alcanza los 1500 metros y, por supuesto, todavía tenía nieve el otro día cuando las grandes de este país ya habían cerrado y a esa altura hace tiempo que pastaban las vacas del lugar. No forma parte de ATUDEM y no se publicita los jueves en TV. No es gran cosa, la verdad, y casi nadie sabe de ella, pero ahí están sus seis remontes antediluvianos y su forfait a 18 euros.
Toda la comarca está moteada de cientos de cabañas pastoriles de piedra en las que aún se practica una ancestral trashumancia del ganado y sus hombres cuando estas montañas se vuelven verdes al dejar de ser blancas de repente. Desde ya, una vez más.
Ha sido esta tradicional  presión de la ganadería en busca de pastos junto con la histórica necesidad de madera para alimentar los hornos de una cercana industria armamentística las que han reducido la gran masa forestal que pobló estos montes a unos cuantos bosquetes de hayas. Gracias a esta desnudez el paisaje es una auténtica lección de geomorfología glaciar del cuaternario: valles en U, morrenas y hombreras glaciares, bloques erráticos… a muy baja altura y excelentemente conservados,  porque ya entonces, hace decenas de miles de años, nevaba más aquí que en cualquier otro lugar.
Las posibilidades para practicar las actividades de montaña son muchas, pero para el esquí de travesía que nos ocupa son todas; sin ambiciones, porque aquí todo, o casi todo, es pequeño, contenido y asequible: ascensiones a las principales cumbres, travesías de puerto a puerto, rutas circulares, pero también descensos casi espeleológicos (que el modelado kárstico tiene eso) y alguno ciertamente extremo en el vertiginoso norte de más de mil metros de su cumbre principal, pero esta es otra historia aún no repetida y otro compromiso que pocos pueden afrontar.

En todas estas líneas faltan nombres propios que orienten al lector desinformado, pero sucede que estas montañas diminutas lo que menos necesitan son multitudes, que ya son bastantes los iniciados. Si alguien es capaz de interpretar las claves que se dan las descubrirá y será un neófito bienvenido. Pero serán pocos. Los más, los que reconozcan lo antes descrito a la primera y sean capaces de rotular todos los lugares aquí sin nombre, será porque ya forman ya parte del grupito de los elegidos.

Para unos y para otros la última esquiada de esta temporada ya se ha hecho. Habrá que esperar a la próxima… y un año más no será necesario irse hasta Noruega.

DE QUÉ HABLO CUANDO HABLO DE CAMINAR


Ahora que ya se resienten los ligamentos y se desgastan los cartílagos de las articulaciones de mis extremidades inferiores, puedo plagiar a Murakami con quien, obviamente, no comparto ningún mérito salvo su pasión por el desplazamiento, en mi caso andando; para adentrarme en los valles, para subir a las cumbres, para descender a los barrancos, en un sentido amplio del término, por mi propio pie o escalando, con esquís o en bicicleta de montaña, pero siempre con el sólo impulso de mis piernas.
Todos los que salimos de la ciudad en coche los fines de semana para recorrer el campo a pie sabemos dónde terminaremos el lunes. Nunca volveremos a ser el “homo viator” de Rousseau, el primigenio andarín aún no “desfigurado por la cultura, la educación y las artes”. Desde el siglo XVIII, con la revolución industrial y el posterior triunfo del capitalismo, se ha ido haciendo más difícil y ya resulta imposible para el actual “homo mechanicus” obsesionado como está por la infalibilidad tecnológica que sustituye a sus inseguridades y sus miedos.
Pese a ello hay que seguir moviendo las piernas mientras resistan y no olvidar que somos lo que somos por nuestro primitivo bipedismo, o sea porque andamos.

Andar fue aquel acto primario que liberó nuestras manos de la automoción y que a la larga permitió el desarrollo de todo lo que constituye nuestra condición humana. De eso hace varios millones de años y desde el neolítico (domesticación y sedentarismo) hasta nuestro mundo contemporáneo (mecanización y más sedentarismo), cada vez andamos menos. Hasta el punto que se ha desvirtuado la palabra y su significado ya no sólo es el de moverse dando pasos, sino más comúnmente el de desplazarse de cualquier manera. Cuando aquel “anduvo por el sur de España” todos entienden que recorrió Andalucía por cualquier medio menos a pie.
Por eso el término andar ha perdido su sentido primigenio y sería más atinado usar los términos pasear o caminar. Pero aunque los dos se basan en la misma locomoción bípeda, aunque en ambos se anda, ahí terminan todos sus parecidos.

Pasear consiste en desplazarse por placer (también cada vez más por prescripción facultativa pero esa es otra historia), despacio y sin rumbo fijo, generalmente para volver al punto de partida, por lo que es un acto seguro. Se pasea deambulando, por puro entretenimiento ocioso, elegante, burgués, presuntuoso incluso, que gusta de verse paseando, de pasear con otros, de que otros te vean, por lo que es un acto civilizado y por tanto urbano. Pasear es una pose social que incluso puede hacerse en un gimnasio.

Caminando por el plateau de Izourar, Alto Atlas marroquí
Caminar, sin embargo, es recorrer una distancia a pie hacia un lugar o meta utilizando un camino no en el sentido literal de “recorrido acondicionado que facilita el tránsito” sino en el de ”recorrido con sentido”, es decir, con un motivo que nos empuja a ello y con un destino al que nos dirigimos.
Ya no es el acto vital del nómada primitivo en permanente busca de recursos que depredar, pero sigue siendo para algunos un acto trasgresor en la sociedad del bienestar, conformista y sedentaria, y una necesidad en la búsqueda de la independencia y la libertad. El que camina es un lobo solitario que se pierde en los últimos rincones de la naturaleza salvaje, en los bosques, en las montañas, en los desiertos, mejor solo que acompañado, que querría ser invisible para caminar mejor, siempre hambriento, siempre adelante.

Como amante de las montañas no sé si mis rodillas están machacadas por caminar o por pasear por ellas, ya sea andando, escalando, esquiando o en bici. Thoreau lo tenía más claro:

“Si estás preparado para abandonar a tu padre o a tu madre, a tu hermano y a tu hermana, a tu mujer, a tus hijos y a tus amigos y a no volver a verlos; si has pagado tus deudas, si has redactado tu testamento y has dejado tus asuntos en orden; si eres por tanto un hombre libre, entonces estás listo para empezar a caminar”. 
Henry David Thoreau, Caminar (Walking) 1862.

EL PICO RUSSELL MÁS A MANO DESDE ESTE VERANO

“Durante el verano de 1865 me instalé con mi amigo Packe sobre las orillas desnudas de los lagos muy insalubres de Río Bueno (2196 m.) […] escalé un pico piramidal de primer orden, al que llamé Pequeño Aneto, pero al que se me ha hecho el honor de llamar después el pico Russell. Estaba solo y no lo ascendí más que por error”.

El pico Russell en el extremo oriental de los Montes Malditos, vistos desde el N.E.

Así describe Henry Russell, el pirineista más importante de la época clásica, en su obra Recuerdos de un montañero (1909) la primera ascensión a la cumbre que lleva su nombre. La vio como una “pirámide muy negra, muy alta, muy aguda, rallada de nieve”. Hoy su granito sigue teniendo ese color, los glaciares de Russell y Salenques han quedado reducidos a tristes neveros y su aguda forma solo lo es cuando se ve desde el coll dels Isards.
En realidad es la montaña más masiva de cuantas conforman el macizo de los Montes Malditos, constituyendo por sí sola un micromacizo en el que, con cierta exageración, se contabilizan hasta seis cumbres: principal (3207 m.), antecima S.E. (3205 m.), punta de la Brecha (3195 m.), Russell E. (3042 m.), Aguja S. (3095 m.) y aguja S.O- 3029 m.)
“Nuestra segunda noche sobre las horribles orillas de los lagos de Río Bueno” –otra vez- “fue glacial; […] pensaba en el Tíbet… Después los pastores nos robaron todas las truchas que Packe había pescado la víspera. No teniendo armas […] estábamos a merced de estos malos individuos.”
Hoy no hay que acampar tan lejos, pero el Estanyet de Riueno no es tan mal lugar, y tampoco se corre ningún riesgo con los pastores de la zona. Russell posiblemente exageró. Quizá Packe no pescó ninguna trucha. Al año siguiente publicó su mapa de los Montes Malditos donde figuraba por primera vez el nombre del pico Russell.


Pero un nuevo refugio guardado, el del Cap de Llauset, el más alto del Pirineo sur (2450 m.) nos situará cómodamente a los pies del gigante a partir de este verano. Posiblemente la vía original de la canal Sur (F) se convierta en una nueva Vía Normal que comparta protagonismo con la que, desde Vallibierna, recorre la Gran Diagonal.

EL NUEVO REFUGIO DE LLAUSET Y LA DISPUTA DEL ANETO

Aclaraciones sobre fronteras y por unas montañas sin ellas.

Plano del refugio del Cap de Llauset
Es muy probable que el próximo verano abra un nuevo refugio guardado en el Pirineo aragonés, el del Cap de Llauset. Con él se llenará un vacío en el extremo oriental del macizo de la Maladeta que facilitará el tránsito por el GR-11 y convertirá al pico Russell (3207 m.) en una cumbre de primerísimo orden.

Estas y otras ventajas tendrá un refugio que se complementa con el de la Renclusa y que es ejemplar por su innovador diseño modular y por su mantenimiento sostenible.
Pero, aparte de esto y de otras consecuencias de orden económico para el municipio de Montanuy donde se sitúa, tendrá también su pequeña repercusión política a la que, quizá no son del todo ajenos sus impulsores, Diputación, Ayuntamiento y FAM, por la rapidez en la ejecución de las obras, por el adelanto en  la finalización de la primera fase y por el esfuerzo económico que todo ello ha supuesto.

Cuando en 1916 -este verano hará cien años- se abrió el refugio de la Renclusa, fue decisiva la participación en su construcción del Centre Excursionista de Catalunya (CEC), la entidad montañera, pero no solo eso, más antigua e importante de este país; porque no era meramente deportiva sino que estaba vinculada a la Renaixença Catalana, como la RSEA Peñalara lo estaba a la Institución Libre de Enseñanza.
El marcado carácter catalanista del CEC condujo a la percepción arrastrada hasta hoy por algunos de que, si bien el macizo de la Maladeta  pertenece a la provincia de Huesca, no deja de ser ésta una anomalía porque se inscribe en esa zona reclamada para los “països catalans” denominada Franja Oriental en Aragón. Ya en el siglo XIX Verdaguer, que cantó a la Maledetta en su poema Canigó, dijo que “los catalanes que la suben amán más su tierra”.

Fragmento del mapa "Aragonia Regnum" (1640)
Frente a este sentir de más allá de la frontera del Noguera Ribagorzana, la tozuda historia dice que, desde que el Reino de Aragón y los Condados Catalanes eran entidades políticas diferenciadas –y de eso hace siglos-, la separación entre las dos Ribagorzas estaba marcada por el curso de ese río que les da nombre (con algunas curiosas y anecdóticas fluctuaciones a uno y otro lado). La orilla izquierda del llamado valle de Barrabés es catalana y la derecha hasta la boca sur del túnel de Viella, siempre ha sido aragonesa, y con ella toda esa vertiente por la que descienden desde lo alto del macizo de la Maladeta los afluentes de Molieres, Salenques, Riueno y Llauset.
A principios del siglo XVIII los Decretos de Nueva Planta castellanizaron Cataluña, pero también Valencia y Aragón.
Cuando en 1833 se remató la centralización administrativa de España con la organización provincial de Francisco de Burgos, que sigue prácticamente inalterada, se mantuvo esta misma separación entre las provincias de Huesca y Lérida.
Es cierto que, como en toda zona de frontera, las influencias mutuas son inevitables y evidentes, pero no necesariamente simétricas. Lo son más a favor de la parte más dinámica en lo económico, en lo político, en lo social y en lo cultural. En este caso era la Cataluña industrial y burguesa en la que se inscribe el origen del montañismo en nuestro país. Y así lo demuestra hoy el uso del catalán por los aragoneses del valle de Barrabés, tan similar al patués del valle de Benasque, y los numerosos topónimos catalanes en los mapas como estany en lugar de ibón, o vall, tuc, cap
También es cierto que el agua del deshielo del glaciar del Aneto, no vierte al río Ésera como correspondería, sino que desaparece en el Forau de Aigülluts y cruzando el eje de la cordillera vierte al valle de Arán que es catalán, a su manera. También que la carretera que cruza todo el valle de Barrabés va camino de ese valle, de Viella y de Baqueira, y la recorren masivamente catalanes provenientes de Lérida y Barcelona.
Y todo ello favorece que muchos perciban como catalanas una montañas (Maladeta, Tempestades, Margalida, Russel, Vallibierna, Aneto…) y unos pueblos (Vinyal, Forcat, Estet, Bono, Aneto!) que siempre han sido de Aragón y que hoy se ubican en el municipio de Montanuy

Esta falsa percepción de la geografía se ha tratado de utilizar en ocasiones con fines políticos y con resultados bastante chuscos.
Pocos recordarán que en el lejano año 1968 el moto-club de Mataró con el apoyo de su ayuntamiento organizó una “expedición” que, a lo largo de varios días y mediante la instalación de “campamentos de altura”, conquistaría por primera vez el Aneto en moto –Bultaco- en una muestra de la pujanza ¿deportiva, industrial? en unas montañas que ¿no eran suyas? Como respuesta, un grupo de jóvenes benasqueses se adelantaron, desmontaron un ciclomotor –Vespino- y, subiendo con las piezas por Coronas, cruzaron el paso de Mahoma, lo montaron en la cima, se hicieron la foto y la enviaron a la prensa. Esta “hazaña” digna de urdirse en el bar del pueblo tuvo más eco que la que se preparó en los despachos.
Más reciente, cargada de intencionalidad y conocida es la ascensión al Aneto de Jordi Pujol en 1999, por entonces Presidente de la Generalitat de Cataluña y que ya contaba con 69 años. Acompañado de sus hijos Pere, Jordi y Oriol acamparon en los lagos de Coronas contraviniendo la normativa del Parque Natural Posets-Maladeta que desconocían, así dijeron, porque “venían desde Cataluña”. Una vez en la cumbre, mediante llamada telefónica dio la noticia –“he fet el cim” (he hecho cumbre)- disolvió el Parlament y convocó nuevas elecciones.

El refugio del Cap de Llauset, será el más oriental de todos los que jalonan los Pirineos aragoneses desde el de Linza, en el valle de Ansó. Se sitúa en las proximidades del estany –lago- del mismo nombre al que se accede en una hora y media desde el embalse de Llauset a donde, por una vertiginosa carreterita, se llega desde el pueblo de Aneto.
Quizás ahora esté más claro para todos que estas cumbres son aragonesas. Pero también que las montañas no tienen fronteras.

De todas formas los ribagorzanos nos quedamos más tranquilos porque el independentismo catalán de amplio vuelo garantiza, para cuando logre su objetivo, la nacionalidad catalana a todos los habitantes de los “països catalans” donde se incluyen estos territorios de la Franja Oriental –perdón, Franja de Ponent-  para así “no olvidar a la nación completa”.





LA BTT, LA SIERRA DE GUARA Y EL MAESTRO DE BOLEA



La mountain bike no es, pese a su nombre, el mejor vehículo para subir una montaña pudiéndolo hacer a pie, trepando o escalando.
Tampoco la bicicleta es la mejor forma de recorrer grandes distancias por carreteras atestadas de coches con conductores “ciclicidas”.
Aunque siempre habrá quién guste de subir la bici a una cumbre o de sentir en la oreja el bufido de un tráiler.
Sí es, me parece, la mejor forma de desplazarse en distancia medias, por media montaña, con mediano esfuerzo y riesgo, disfrutando medianamente del recorrido y de las sorpresas que nos depara; por caminos, por pistas, incluso por carreteritas olvidadas.

La Sierra de Guara, en el Prepirineo oscense, reúne todas las condiciones para recorridos de descubrimiento en este arranque de la primavera con nevadas tardías que incluso blanquean las cimas menores del Águila, Gratal y Puchilibro.
Por la ladera sur de estos últimos, a la que se llega fácilmente desde la misma ciudad de Huesca, discurre un magnífico recorrido que,  desde las Gorgas de San Julián de Lierta -afortunadamente olvidadas por las multitudes barranquistas de Rodellar y Alquézar- se dirige al oeste por el mítico reino de los Mallos, camino de Bolea, Loarre y Riglos.
Es cierto que a todos estos famosos lugares se accede cómodamente en coche. Pero también lo es que no ven lo mismo el turista motorizado que llega desde el llano y el esforzado ciclista que, bajando de la Sierra, descubre los Mallos desde el mirador de los Buitres, o el castillo de Loarre desde los pinares de Aniés.

Pero el primer descubrimiento se habrá hecho antes de llegar allí. Después del largo descenso hasta Puibolea se alcanza Bolea por una carreterita de juguete. Hay que apretar el pedal por sus empinadas callejuelas hasta subir al punto más alto de esta atalaya que fortificaron primero los musulmanes para la defensa de Huesca y luego los cristianos para su reconquista. Por eso hay restos de un castillo árabe del siglo X y de una iglesia románica del XII.
Pero en este estupendo mirador sobre la Hoya de Huesca, lo que realmente llama la atención es su gran Colegiata levantada a mediados del siglo XVI.  Enorme, poco airosa, desproporcionada, gris, mastodóntica. Dan ganas de no acabar de subir la cuesta, dar media vuelta y dejarse deslizar desencantado hasta el llano sin dar un solo pedal.
Sería un gravísimo error.
Hay que aparcar la bici bajo la portalada ojival, pagar los 2,5 euros de la entrada y traspasar la puerta.

Entonces se entenderá, sin necesidad de más explicaciones, que la verdadera arquitectura consiste en la creación de espacios habitables: en este caso tres naves de la misma altura cubiertas por bóvedas estrelladas sobre pilares fasciculados. Espacio unitario renacentista con fuertes influencias góticas. Planta de salón de gran tradición aragonesa. Un espacio para el espíritu.
Desde cualquier punto se abarca todo: a los pies el coro colegial de madera y su órgano. En cada capilla un retablo; siete, renacentistas y barrocos. Y en el ábside de la cabecera, destacando sobre todos ellos, el Retablo Mayor de la Asunción.
Hay que acercarse despacio. El clic, clic de la calas en el pavimento suena irreverente. Sin prisa. Y frotarse los ojos para sobreponerse a la sorpresa.

El retablo se sitúa detrás del altar mayor (retro tabula) y se realizó entre 1490 y 1503. Es, por tanto, una obra del último gótico anterior a la iglesia actual. Una obra maestra que no se hizo para Huesca, ni para Zaragoza, que hubiera merecido estar en París o en Brujas. Y que está en Bolea, 584 habitantes.

Su estructura es acorde al último estilo medieval que tanto se resistió a desaparecer en los reinos peninsulares: en su parte baja, la más accesible al espectador, se asienta el banco de tres pisos y sobre él, el cuerpo superior también de tres pisos escalonados y cinco calles, protegido por esa especie de marco llamado guardapolvo. Predominan los dorados y los motivos decorativos góticos como doseletes, tracerías y gabletes. Y cincuenta y siete tallas policromadas del escultor Gil de Brabante. Que no está mal.
Pero todo esto queda eclipsado por la veintena de paneles pintados al temple en los que se deja atrás lo gótico e irrumpe un nuevo estilo, el Renacimiento. Y lo hace superando con rotundidad a obras mucho más conocidas de “primitivos flamencos” y maestros italianos del “Quattrocento” que en los manuales de arte figuran como pioneros; por su colorido brillante y el  naturalismo de arquitecturas y paisajes, por la plasmación de los sentimientos,  por el modelado de los volúmenes, por su estudiada composición, por la incorporación de la luz, por el claroscuro…

Tabla de la Última Cena, retablo Mayor de la colegiata de Bolea (Huesca)
Y para muestra un botón: primer piso del cuerpo, primer registro o casamento por la izquierda, junto al ángel que porta el escudo con las barras de Aragón: tabla de La Última Cena.
El gran problema de la pintura figurativa, la ruptura de la bidimensionalidad del soporte mediante trucos perspectivistas que simulen la profundidad, se solventó a lo largo del siglo XV con la perspectiva lineal vinculada al punto de fuga. Esto obliga a la inclusión de arquitecturas exteriores o interiores que reforzaran las líneas confluyentes. Dos buenos ejemplos al respecto son la Entrega de las Llaves a San Pedro de Perugino y la Última Cena de Leonardo da Vinci. Pese a la importancia de estos maestros, en ambas obras la profundidad resulta demasiado escenográfica y los personajes, en primerísimo plano, parece que vayan a caerse fuera del cuadro. Pero es Italia.
El genial Leonardo pintó su Cena entre 1495 y 1497. Es, por tanto, coetánea de la del retablo de la Asunción de Bolea pero en ésta la solución al problema de la profundidad es mucho más avanzada.
La gran mesa no se despliega a lo ancho como en un escenario, sentándose los doce apóstoles y el Maestro en uno de sus lados mirando todos a la platea, dejando detrás suyo una profunda habitación… vacía. El truco es demasiado ingenuo y evidente. No. En Bolea la mesa se coloca en profundidad, en escorzo, con su punto de fuga desplazado hacia la derecha, mientras siete apóstoles nos dan la cara sentados en un lateral y los cinco restantes aparecen de espaldas en el otro, mientras Cristo, de pie al fondo, se recorta en el ventanal.
Aquí el truco está muy elaborado. Más adelante lo utilizará con plena soltura el veneciano Tintoretto en el Lavatorio de los pies. Más Italia.
Lo verdaderamente sorprendente es que lo hiciera aquí, en un pueblo al pie de la Sierra de Guara, con más soltura que Leonardo y cincuenta años antes que Tintoretto, un pintor al que solo se conoce como el Maestro de Bolea.