La pesca milagrosa, Konrad Witz. 1444. El Mont Blanc se intuye a lo lejos desde las orillas del lago Leman |
Quienes sentimos pasión por las montañas guardamos en nuestra memoria el perfil inconfundible de muchas de ellas. Las conocemos y reconocemos porque las hemos subido en nuestras pequeñas excursiones o porque hemos soñado hacerlo en las grandes aventuras que otros corrieron por nosotros. Del Aneto donde nos hicimos montañeros al inalcanzable K2 de los ochomilistas, del Naranjo de nuestras pequeñas escaladas al Cerro Torre de los frikis patagónicos.
Pero mirar, admirar y reconocer una alta montaña es algo que venimos haciendo desde hace más bien poco tiempo. Casi tan poco como subirlas o simplemente desear hacerlo.
Las civilizaciones ajenas a nuestra civilización occidental, siempre han mirado a las alturas con reverencia religiosa: al monte Kailash los hinduistas y budistas, al Uluru (Ayers Rock) los aborígenes australianos, al Kibo (Kilimanjaro) los chagga tanzanos, al Ausangate los incas, al monte Shasta los indios de California…
También los antiguos griegos tenían su Olimpo poblado de dioses… hasta la llegada del cristianismo.
Desde el siglo IV, la nueva religión obligó a todos a agachar la cabeza y los creyentes apartaron su mirada de unas cumbres pobladas por los dioses del paganismo. En la nueva religión verdadera, el nuevo y único Dios había bajado a la tierra llana para quedarse entre nosotros en las basílicas, las catedrales, las iglesias, las capillas, las ermitas.
Desde entonces, las montañas inhóspitas quedaron reducidas a refugio de leyendas, monstruos y peligros que en nada las hacían atractivas.
La pintura, único recurso gráfico, reflejó esta situación durante más de mil años, hasta que a principios del siglo XIV Giotto, un pintor adelantado a su tiempo (escuela de los primitivos italianos) incorporó los paisajes montañosos a sus frescos religiosos. En la Huida a Egipto las montañas están ahí como un fondo impuesto por el naturalismo hacia el que va la pintura, pero son montañas inventadas, de cartón-piedra, porque ni el artista se había fijado en ellas sobre el terreno ni esperaba que los espectadores hicieran otra cosa.
Serán los pintores centroeuropeos los más proclives a incorporar discretamente a sus cuadros paisajes montañosos verosímiles y lo harán un siglo después. Resulta difícil, perdidos entre la multitud de detalles minuciosos de los primitivos flamencos, prestar atención a la línea de montañas azules que se dibujan en el lejano horizonte tras la ventana de la Virgen del canciller Rolin de Van Eyck (1435)
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Estos paisajes de montañas, creíbles aunque inexistentes, seguirán como comparsas de los santos en los cuadros religiosos, de los dioses en los mitológicos, de los reyes en los retratos de corte hasta el siglo XIX, (con contadas excepciones geniales como el Guadarrama nevado de Velázquez en sus retratos de corte) (el príncipe Baltasar Carlos a caballo, 1635).
El Mont Blanc visto desde Sallanches en el ocaso (1802) del suizo Pierre Louis de la Rive (1753-1817), es el primer “retrato”, no solo fisonómico sino casi, podríamos decir, psicológico, de una montaña: Aunque el gran Turner lo resolvería mejor algo más tarde. Ya eran tiempos no sólo de pintar montañas sino de subirlas, pero esa es otra historia.
Cuatro siglos antes, volviendo al arranque del Renacimiento, Konrad Witz, contemporáneo de Van Eyck, había mirado el Mont Blanc e intentó reproducirlo como era, aunque aún lo hiciera como fondo de un cuadro religioso: La pesca milagrosa. Óleo sobre tabla (134,6X153,2), 1444, Mº de Arte de Basilea (Suiza).
Witz había llegado a Basilea en 1434 atraído por las oportunidades que para un artista suponía el cosmopolitismo por la apertura de un concilio de dicha ciudad suiza. Allí recibió el encargo de pintar un retablo dedicado a san Pedro para la catedral de Ginebra. Se conservan 12 tablas dispersas, una de las cuales es esta que nos interesa.
La historia sagrada ambientada en el mar de Galilea es de sobra conocida. Pero resulta que en el cuadro ese lago de Palestina es el lago Leman de Suiza. La vista está tomada desde su orilla derecha, cerca de su desagüe en el río Ródano, en el lugar conocido como Les Pâquis, hoy en día justo enfrente del Jet d´Eau, el gran surtidor convertido en emblema de la ciudad de Ginebra.
El entorno urbano ha cambiado sobremanera, pero el geológico no. Justo enfrente, en la otra orilla, destaca el perfil apiramidado de la Môle si bien un poco exagerado, a su izquierda los bosques de Voirons menos frondosos entonces que hoy y la derecha los escarpes de Le Petit Sàleve. Todo más apretado, para que quepa en la composición.
Vamos a olvidarnos de la pesca milagrosa que hace que Pedro otra vez se vaya al agua al reconocer al Maestro. Si aguzamos la vista veremos aparecer al fondo, detrás de esta primera alineación, unas montañas nevadas entre las nubes. Aquí el pintor no afinó tanto, pero no pueden ser otras que las del macizo del Mont Blanc por su conocidísima vertiente norte. Es la primera vez que un paisaje de montaña es claramente identificable.
En la realidad, la mayoría de los turistas que hoy pasean por esa orilla del lago admiran el chorro de agua que se proyecta a 140 metros de altura, pero es posible que no vean la lejana montaña envuelta en la neblina. Y si el día es despejado y se ve, no la reconocerán. Nosotros sí.
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