El 22 de julio de 1918 nacía
el Parque Nacional de la Montaña de Covadonga o de Peña Santa con apenas 16.925
ha.
Pocos días después, el 16 de
agosto, lo hacía el Parque Nacional de Ordesa o del río Ara (sic),
más pequeño todavía, con solo 2.088 ha.
Unos años antes, en 1872, se había creado en EE.UU. el primero de todos, el parque nacional de Yelowstone. La verdad es que era un poco más grande, 899.100 ha. que es más que todo el País Vasco.
Los dos parques españoles fueron pioneros en Europa en la
protección de espacios naturales gracias a la Ley de Parques que desde 1916 impulsaba
su creación, lo que contrastaba con el ancestral atraso de nuestro país por aquellas
fechas, y no solo en materia medioambiental.
Sin embargo, ciertos acontecimientos y personas excepcionales se
conjugaron para que el resultado fuera posible.
El desastre del
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Muy lejos de las montañas, en 1898, España perdió sus últimas
colonias, Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Un pesimismo inmovilista se abatió
sobre el país incapaz desde hacía tiempo de seguir el ritmo del progreso. El
dicho de Dumas de que “África empieza en
los Pirineos” no iba muy descaminado.
Sin embargo, algunos intelectuales apostaron por sobreponerse, cambiar
la mentalidad y renovar el país. El regeneracionismo
quería poner en valor lo intrafronterizo frente al añorado imperio ya
definitivamente perdido. Apostaba por impulsar la educación y porque ésta se
basara en la observación directa de la naturaleza como gran maestra. Y, como
sucede en épocas de crisis, las montañas se convirtieron en el paradigma de esa
naturaleza, refugio de valores inmutables.
En palabras de Puig y Valls era necesaria una “reconquista de nuestras montañas abandonadas sin que cueste a la
nación una sola lágrima ni una gota de sangre” (La Vanguardia, 1898).
En este clima cristalizó el montañismo organizado en España, desde
el CEC al Club Alpino Español. Pero en el arranque de nuestra historia fueron montañeros
franceses y un marqués cazador español los protagonistas. Sin olvidar, por
supuesto, a los montañeses de Picos y Pirineos que les acompañaron indicándoles
las sendas, proporcionándoles caballerías, cargando sus teodolitos y cámaras,
aguantando sus desplantes de señoritos por unas magras monedas, que el hambre
apretaba igual en Bulnes que en Torla.
Un conde espía
En 1890 el gran pirineista Jean Marie Hippolyte Aymar d´Arlot, conde
de Saint-Saud (1853-1951), recorrió,
estudió, cartografió y ascendió las principales cumbres de unas, hasta
entonces, desconocidas montañas que los navegantes que se acercaban al
continente por el Cantábrico llamaban Picos de Europa. Volvió en ocho ocasiones
siguiendo instrucciones del servicio cartográfico del ejército francés.
Pero nos interesa más la pasión montañera que impulsó estos
viajes. Le acompañaban su amigo Paul Labrouche y el guía François
Bernard-Salles que había participado en la primera al couloir de Gaube en el Vignemale, una escalada que no era poca cosa.
Y lo dicho, también los locales, el más conocido Gregorio Pérez de Caín, “el
Cainejo”.
Suyas, y de los que le acompañaron, son las primeras a los techos
de los tres macizos, Peña Santa del occidental, Torrecerredo del central y la
Morra de Lechugales del Oriental. Y suyo el trabajo cartográfico que puso a
estas montañas por primera vez en el mapa, nunca mejor dicho.
Como reconocimiento, en la cresta noreste de Torrecerredo se encuentran el risco Saint-Saud
y la torre de Labrouche.
Sin embargo, el conde no se atrevió con el Naranjo de Bulnes “…una cima cuyo acceso parece prohibido a
los hombres, porque también lo está para los rebecos”. El Cainejo le
demostraría que no era así.
Un fotógrafo
vividor
Lejos de allí, los Pirineos eran ya bien conocidos desde hacía un
siglo, sobre todo en su vertiente norte; por los franceses por supuesto. El
soleado sur poco importaba ni siquiera a los españoles.
Sin embargo, desde 1889 y hasta 1911, Lucien Henri César Briet (1860-1921), poco preocupado por
las cumbres que ya habían sido holladas en su mayoría por compatriotas suyos,
cargó con su pesada cámara y cruzó más allá del Monte Perdido realizando más de
1600 placas en cristal fotográfico en el Sobrarbe, desde el valle de Ordesa hasta la sierra de Guara.
En 1913 publicó en Huesca “Bellezas del Alto Aragón” una
definitiva contribución a la difusión de la idea de proteger aquellos espacios
naturales, en especial el valle de Ordesa. Y muy especialmente el bucardo
pirenaico que a duras penas sobrevivía allí. Él, montañero, fotógrafo, explorador,
poeta, desertor y vividor que, casado a los 56 años, no fue capaz de proteger a
su familia y murió poco después dejando en la ruina a su viuda y a su hija.
Ninguna cumbre lleva su nombre pero sí un colegio público de
Zaragoza, que no es mal reconocimiento.
En el camino de Turieto que va de la pradera de Ordesa a Torla se
levanta desde 1922 un monumento en su recuerdo. Reza la inscripción “A Luciano Briet, muerto el 4 de agosto de
1921, homenaje de gratitud y admiración al cantor del valle de Ordesa”.
Un político
cazador
Pero todo lo anterior difícilmente hubiera cristalizado en nada
sin la contribución de un político capaz y entusiasta, además de adinerado y
bien relacionado. También jurista, escritor, deportista y cazador. Ese fue Pedro Pidal y Bernaldo de Quirós, marqués
de Villaviciosa (1870-1941). Asturiano y patriota, por esto se lanzó en 1904
junto con el Cainejo a conquistar el inaccesible Picu. Sin duda sabía de las
andanzas de Saint-Saud por los Picos y también sospecharía de su condición de espía
al servicio de Francia.
“¿Qué idea me
formaría de mí mismo y de mis compatriotas si un día llegara a mis oídos la
noticia de que unos alpinistas extranjeros habían tremolado con sus personas la
bandera de su patria sobre la cumbre virgen del Naranjo de Bulnes, en España,
en Asturias y en mi cazadero favorito de robezos”.
Pero este hito, que dio fama al marqués y que fue el arranque del
alpinismo de dificultad en España, es otra historia.
La que nos ocupa tiene que ver con su presencia en Madrid donde movió
los hilos adecuados, primero como diputado en Cortes (1896-1910) y luego como senador
vitalicio (1914-1923). En una visita a EE.UU. había visitado el parque de
Yelowstone y decidió dedicar sus esfuerzos políticos a la conservación de los
espacios naturales para la posteridad frente a las ambiciones del presente,
pero empezando por los de su patria chica. Fruto de estos esfuerzos fue la
promulgación de la Ley de Parques Nacionales de 1916.
El primero propuesto por el marqués, el de la Montaña de Covadonga,
venía de perlas en el año 1918 para reforzar la idea de España al celebrarse
ese año el decimosegundo centenario de la célebre y legendaria batalla. Por eso
acudieron al acto inaugural en Cangas de Onís no solo Pedro Pidal, sino el
gobierno y los mismísimos reyes. Todos buenos cazadores.
Días después, en Ordesa también estuvo el marqués, pero ya era
poca cosa y solo asistieron autoridades regionales. Incluso el decreto parecía
haberse hecho a toda prisa, los límites establecidos estaban poco claros y hasta
se erró en el nombre: parque nacional de Ordesa o del río Ara, cuando es el
Arazas.
Y como ya entonces se legislaba sin dotación económica, las
indemnizaciones para los montañeses afectados llegaron tarde y mal, la
prometida carretera hasta Biescas se demoró más de lo acordado, los
guardaparques no cobraban su salario y el marqués pagó los atrasos, e incluso donó
al ayuntamiento de Torla tresmil pesetas para arreglar los caminos. Y como “…un Santo Cristo con un par de pistolas, señor Ministro de Fomento,
hace mayor maridaje que un Parque Nacional con un salto de agua…”
detuvo un proyecto hidrológico
en el mismo río Arazas.
Primer equipo de guardas del parque nacional de la Montaña de Covadonga |
Hasta 1954 no se creó ningún parque nuevo. Los dos primeros, que
sólo recorrían pastores, cazadores, contrabandistas y algunos montañeros, al
final crecieron en extensión y en visitantes.
El de Picos de Europa desde 2015 alcanza las 67.455 ha. que
incluyen los tres macizos, Cornión, Urrieles y Ándara y recibe más de dos
millones de visitas al año.
El de Ordesa-Monte Perdido desde 1982 llega a las 15.608 ha.
añadiéndose al valle de Ordesa, el cañón de Añisclo, la garganta de Escuaín y
el circo de Pineta, y lo visitan más de 600.000 personas.
Los quince parques nacionales de España suman a día de hoy 384.000
ha., ni la mitad del de Yelowstone.
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