El
valle de Kullu, en el estado indio de Himachal-Pradesh, tiene el verdor
característico de la vertiente sur del Himalaya azotada por las lluvias del
monzón. La carretera que llega de Delhi remonta desde aquí la cordillera para luego
caer al reseco norte en la región de Ladakh.
Pocos
viajeros hacen este largo y aventurado recorrido hasta el Pequeño Tíbet; la
mayoría prefieren volar rápido y seguro hasta Leh. Pero menos aún se desvían, cuando
ya están llegando a Manali la capital del valle, hasta el pueblo de Naggar para ver el castillo del rajá
Visudhpal porque hay que subir cuatrocientos metros de desnivel desde el fondo.
Y de esos ¿cuántos siguen aún más arriba como indican los letreros de “ To International Roerich Memorial Trust”?
Ninguno.
Porque
nadie sabe que ese nido de águilas sobre el valle y frente a las montañas fue
el hogar donde pasó buena parte de su vida Nikolái
Roerich (San Peterburgo, 1874 – Naggar, 1947), viajero, escritor, filósofo,
arqueólogo, político y el más importante pintor del Himalaya. En la que fue su
casa hasta su muerte y desde cuya terraza se ven los picos nevados de Hanuman
Tibba, Shikar Beh y Mukar Beh se conserva una buena selección de las dos mil
pinturas que dedicó a las más altas montañas de Asia.
Pintor
de éxito en los últimos tiempos del zarismo, llegado el momento apoyó las
revolución de 1917, pero, quizás escéptico con el futuro que entreveía para
Rusia, sus intereses se fueron decantando hacia Asia.
En
1923 emprendió con toda su familia un viaje por ese continente que le llevaría
cinco años. Recorrieron el Turkestán chino, Altai, Mongolia, Tíbet, Sikkim,
Ladakh y Cachemira para, al final, establecerse definitivamente en Naggar. La
casa familiar es hoy un museo y el centro de estudios IRMT.
Es
mundialmente conocido por ser el promotor del Pacto Roerich, un acuerdo internacional firmado en la Casa Blanca
en 1935 para la protección de los tesoros culturales de la humanidad
especialmente en tiempos de guerra. Por ello figura en los libros de historia; y
hasta un asteroide lleva su nombre.
Pero
no aparece en los de arte, porque además, su éxito como pintor, su
reconocimiento académico y la fortuna que atesoró le alejaron de la figura del
pintor maldito que está en los orígenes de artistas más conocidos y menos
meritorios.
Los
“himalayas” de Roerich no pertenecen
a la simple categoría de paisajes ni son meros experimentos lumínicos y, aunque
pueden reconocerse perfectamente los perfiles de montañas famosas como la Torre
de Muztagh, el Kanchenjunga o el Everest, irradian una trascendencia que los
aproxima más al simbolismo que al decorativismo del art nouveau. Pero todo esto además aderezado con buenas dosis de
los colores de Gauguin y del misterio de Friedrich. Y una pizca de arte indio
por aquí, y otra pizca de estampas japonesas por allá, y un chorrito de iconos
rusos… demasiado eclecticismo para el gusto de los académicos de lo moderno.
Pero
a mí me gusta Roerich. Y supongo que también a los montañeros rusos que después
de subir una cumbre virgen en la cordillera de Altai en Siberia occidental, le
pusieron el nombre del pintor. Seguramente porque para valorar estos paisajes,
además de amar el arte haya que amar también la montaña.
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