"Gran cruz", en el Sentiero degli Alpini, Sesto |
Pero algunos de sus glaciares han empezado a arrojar cadáveres.
Sea por su lento y natural desplazamiento o por su deshielo acelerado debido al calentamiento global, lo cierto es que en los últimos meses van dejando al descubierto las momias congeladas de soldados muertos durante la Gran Guerra, ahora hace un siglo. Una nota macabra para esta efeméride que tuvo en los Dolomitas uno de sus escenarios más dramáticos. Drama, que además está en el origen de esa popular y divertida forma de recorrer las montañas por caminos de vértigo gracias a escalones, cables y pasarelas.
Foto Museo della Grande Guerra, Peio |
Desconocemos quién se sirvió por primera vez de escaleras
o clavijas de hierro para subir una montaña, pero debió ser frecuente y desde
antiguo.
Está documentada esta práctica en 1492 en la primera
ascensión al Mont Aiguille en el Vercors por el noble Antoine de Ville,
considerada el origen del alpinismo. No en vano le acompañaba entre otros el
“escalero del rey” Carlos VIII que había encargado la empresa para mayor gloria
suya.
No hay muchos más datos hasta el siglo XIX. Pero alguno
es tan cercano que merecen recordarse. En 1881, para facilitar el paso de
cazadores por los cortados del circo del Soaso en Ordesa, luego aprovechado
también por contrabandistas, el inglés Edward Buxton encargó al herrero de
Torla Bartolomé Lafuente que lo acondicionara. Ayudado por su vecino el
pescador de truchas Miguel Bringota, instaló 33 grandes clavijas de hierro. Ya
entonces como hoy, los puristas de la montaña, entre ellos el conde Russell,
criticaron esta práctica. Pero los autores cobraron 250 pesetas y miles de
montañeros las han usado desde entonces.
En los Alpes austriacos, más adelantados en el turismo de
montaña, esta práctica fue algo más habitual: Dachstein (1843), Grosglockner
(1869), Zugspitze (1873), Marmolada (1903)… pero no frecuente. Amarrar la
montaña con grapas y cables se consideró siempre un servicio para señoritos.
Y en esto estalló la guerra el 28 de julio 1914, en plena temporada turística. Aún no era la Primera Guerra Mundial, ni tan siquiera la Gran Guerra. Y los Dolomitas, entonces parte del viejo imperio Austro-Húngaro, siguieron siendo unas bellas y apacibles montañas a donde el alpinismo había llegado con cierto retraso.
Se esperaba, tras el asesinato de Sarajevo, otro
conflicto local en los Balcanes, esta vez entre el Imperio y Serbia, el tercero
en lo que iba de siglo. Pero en unos meses ya estaban comprometidas todas las
grandes potencias europeas: Rusia, Alemania, Francia, Reino Unido.
Se confiaba en resolverla en unos meses a la usanza del
siglo XIX, con hábiles movimientos de ejércitos para lucimiento de sus
generales, y ya llevaba camino de convertirse en una larga, lenta y sucia
guerra de trincheras.
Se soñaba todavía con el honor y el heroísmo que ninguna
guerra tuvo nunca, cuando el desarrollo técnico de las décadas anteriores se
puso al servicio de la destrucción.
Y el sueño, la confianza y la esperanza se hicieron
añicos.
Pero esto aún pasaba lejos, en las colinas del norte de
Francia y en los bosques de Polonia.
Italia era neutral, pese a formar parte de la Triple
Alianza que la vinculaba, un poco a su pesar, a las potencias centrales,
Alemania y Austria. Solo esperaba una buena oferta para entrar en guerra; de
quién fuera, porque todos precisaban recursos humanos y materiales para un
conflicto que ya se adivinaba largo. Y los aliados occidentales lanzaron la
mejor para una nación joven e insatisfecha como Italia: recuperaría los
“territorios irredentos”, que consideraba italianos y que formaban parte del
Imperio Austro-Húngaro, con los que soñaba rematar su unidad nacional
incompleta desde 1870: toda la vertiente sur de los Alpes y la costa oriental
del Adriático (Trentino, Alto Adigio, Istria, Dalmacia).
Y así Italia entró en la Gran Guerra en 1915.
Foto Museo della Grande Guerra, Peio |
Fracasados los movimientos iniciales, el frente se
estabilizó a lo largo de una línea que iba desde la frontera con Suiza
(Ortles-Cevedale) hasta el río Isonzo (Alpes Julianos). El escenario montañoso,
con los Dolomitas en su centro, era bien distinto de los otros frentes
europeos: los Monti Pallidi, pálidos por su peculiar caliza blanca, lo fueron
más por la muerte que los sobrevoló durante tres años.
Las tropas de los dos bandos, Alpini italianos y
Kaiserschützen austriacos, reclutados muchos entre los propios montañeses, se
atrincheraron en las alturas. Para todos, el rey Víctor Manuel III o el
emperador Francisco José I solo eran caras en las monedas por las que se les
pedía morir o matar a los vecinos que conocían de siempre.
Las duras condiciones de la alta montaña para la
supervivencia o el combate obligaron a acondicionar los difíciles accesos y las
posiciones, y todo el frente se llenó de alambradas, trincheras, casamatas,
barracones, cuevas… y, para llegar a ellas, de escaleras, pasamanos, cables,
clavijas, puentes, túneles, repisas, escalones tallados… vías ferratas.
Desde mayo de 1915, el macizo de la Marmolada (3.343 m.),
la cumbre más alta de los Dolomitas que hoy recorren esquiadores y alpinistas y
entonces era la llave estratégica del Tirol, fue el gran escenario del drama
que se representó hace ahora un siglo.
Los austriacos mantenían sus posiciones sobre el glaciar
norte pese a que los italianos afianzaban las suyas enfrente, sobre la Punta
Serauta (3.036 m.) desde donde los batían con fuego de artillería. Para su
sorpresa, un buen día, al amanecer, todo el campamento austriaco sobre el
glaciar había desaparecido. No se habían ido, se habían “enterrado”, comenzando
a excavar en el interior del glaciar lo que terminaría siendo la Eisstadt, la “ciudad de
hielo”, que iría creciendo hasta 10 kilómetros de túneles, dormitorios,
cocinas, enfermería, letrinas, leñera, cantina y hasta club de oficiales.
Fuera, sobre la vertiginosa cresta blanca de la Marmolada, las trincheras de
unos y otros estaban a menos de 100 metros.
No fueron los combates los causantes del mayor número de
bajas, sino los accidentes en los difíciles accesos y las congelaciones en los
durísimos inviernos. Y las avalanchas, en especial la que sobrevino el 13 de
diciembre de 1916.
Era viernes a las seis de la mañana y durante toda la
semana había nevado intensamente acumulándose cuatro metros de nieve. De
repente el viento foehn hizo
subir la temperatura y empezó a llover. La estabilidad del manto nivoso se
rompió en su base y toda la ladera norte se deslizó; un millón de metros
cúbicos de nieve que dejó incólume a la “ciudad de hielo” pero que en el valle
barrió el campamento austriaco de Gran Poz, sepultándolo bajo diez metros de
nieve, hielo y rocas. Una cabaña con sus ocupantes apareció un kilómetro más
allá. Murieron 300 soldados.
Ese mismo día, también por las avalanchas, en el resto
del arco alpino murieron cerca de 10.000.
Nada cambió. Los pasillos de la “ciudad de hielo” se
retorcían por los movimientos del glaciar, sus refugios se aplastaban como
nueces, pero los combates siguieron hasta finales de 1917. Pero la victoria
austriaca en la batalla de Caporetto amenazó Venecia y obligó a concentrar los
efectivos italianos en el llano, estabilizándose el frente a lo largo del río
Piave. La “guerra blanca” había terminado y las montañas recuperaron entonces
la paz de los muertos.
Pero el conflicto, demasiado largo y costoso para las
potencias centrales, aisladas y faltas de recursos, estaba ya decidido.
Entrada a un bunker en la ferrata W. de la Marmolada |
Tras la rendición, el tratado de Saint Germain impuso a
Austria, en lo que a Italia respecta, la pérdida de los territorios reclamados
por ésta y sobre los que se había combatido: Trentino, Tirol meridional,
Trieste e Istria, y algunas pequeñas islas de la costa adriática.
Durante el periodo de entreguerras el Club Alpino
Italiano acondicionó muchos de aquellos “caminos de hierro” e instaló otros con
fines deportivos, como la Vía delle Bocchette en el macizo de Brenta, el más
famoso a pesar de no alcanzar ninguna cumbre.
Hoy todas las montañas del mundo tienen itinerarios de
este tipo, pero “ferratas” con todo lo que implica este nombre, solo los
Dolomitas.
Allí, cien años después de que el mítico escalador
de las Tre Cime/Drei Zinnen, Sepp Innerkofler, muriera hablando italiano, se
habla alemán por italianos de nombre Reinhold Messner. En la ferrata del
Trincee, enfrente de la Marmolada, hay un cañón que cuando dejó de disparar
nadie bajó y otro en Cresta Croce donde las alambradas aún se arrastran por los
glaciares del Adamello.Y los naturales del país, que hoy leen las noticias de
la aparición de cadáveres de soldados de la Gran Guerra, se preguntan si esos
jóvenes helados no serán Günther o Arnoldo, sus bisabuelos.
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