TINMAL, LA GRAN MEZQUITA DEL ATLAS



Al volver del Siroua, el volcán que preside las tierras del azafrán del Anti Atlas, o de las dunas del erg Chigaga en el Sáhara de verdad, hay que cruzar de nuevo el Alto Atlas de camino a Marrakech. Lo habitual es hacerlo desde Ouarzazate por el paso de Tizi-n-Tichka, como a la ida; pero no lo mejor. Más al sur, desde Taliouine, una carretera remonta el Tizi-n-Test y cae al valle del Nffis. Vale la pena el rodeo aunque solo sea por visitar la mezquita de Tinmal; o Tinmel, que el sonido de las vocales en árabe es siempre problemático para un occidental.

Las mezquitas marroquíes, como en casi todo el mundo islámico, están prohibidas para los infieles; una lástima. Aunque hay una fácil pero frívola solución, ya que convertirse al Islam solo requiere recitar la profesión de fé: “Alá es Dios, y Mahoma…” mejor no seguir porque, si la entrada a esta religión es así de sencilla, la salida es más peligrosa en los tiempos que corren.

La excepción es la nueva mezquita de Hassan II en Casablanca, abierta al turismo de masas porque los creyentes piadosos son pocos para admirar la obra faraónica del anterior soberano. Y también la mezquita de Tinmal que al no estar en uso es accesible a cualquiera que, afortunadamente para quién se deja caer por allí, suele ser casi nadie.
De este valle recóndito salió el movimiento integrista almohade que en poco tiempo controló todo el Magreb y entró en Al-Andalus allá por el siglo XII y que frenó en seco la Reconquista. El imperio que levantó las mezquitas de la Kutubya de Marrakech, de Hassan en Rabat y de Sevilla de la que queda el minarete de la Giralda como campanario de su catedral. Pero todas construcciones se inspiraron en la modesta mezquita de Tinmal.



El fundador de la dinastía almohade, Mohamed Ibn Tumart, bereber natural de este valle, después de un largo viaje por oriente fundó en Tinmal una medersa o escuela coránica donde predicar el rigor de su doctrina. Su sucesor, Abd al Moumen levantó la mezquita en 1153 tras arrebatar Marrakech a los almorávides y la convirtió en lugar santo.
Pero la historia se repite cada poco y los almohades fueron relevados en el siglo XIII por otro grupo tribal bereber, los benimerines, y Tinmal fue saqueada. Desde entonces quedó en el olvido y la ruina. Una ruina que en los años noventa del pasado siglo era casi irrecuperable cuando se puso en marcha el proyecto de restauración.
Hoy, vista desde la carretera, la modesta mezquita se asienta en lo alto, sobre una repisa de la ladera de la montaña, sobre los campos de cebada y los almendros de la ribera del Nffis.


Construida en barro, como es lo habitual todavía hoy en los valles del Atlas, muestra en sus muros exteriores de tapial la despreocupación por “lo bien terminado” y no disimula el irregular pespunte de agujeros donde se sujetaba el encofrado de madera. En lo alto, las almenas apiramidadas recuperan la regularidad y recorren todo el perímetro del recinto religioso a modo de remate de muralla; y en las esquinas de la quibla sendos torreones. Este muro, siempre al este mirando hacia la Meca y marcando la orientación de los fieles en oración, tiene en su centro el minarete, lo que un caso es excepcional. Lo habitual sería encontrarlo a los pies adosado al pario. Hecho en piedra, hoy está desmochado y sólo conserva tres pisos, de los seis que al menos debió tener. En lo alto se echa en falta el brillo dorado de las bolas del yamur sobre su bovedilla gallonada.

Entrar en la mezquita precisará de la autorización del guardián. Tres puertas realzadas en el lado norte y otras tantas en el sur permitían el rápido acceso de los fieles a la sala de oraciones, cinco veces al día. El modesto patio de las abluciones ya no conserva la preceptiva fuente.
La sala de oraciones tiene nueve naves longitudinales y una transversal junto al muro de la quibla. Salvo en ésta, la techumbre original de madera ricamente artesonada ha desaparecido quedando el interior desnudo como las ruinas de un incendio. Los pilares de ladrillo, recios y sin concesiones las separan y sobre ellos vuelan elegantes arcos de herradura, apuntados como almendras.
Se echa de menos la recogida penumbra de las salas de oraciones alfombradas cuando el sol canicular nos castiga el cogote.
Puede uno refugiarse en la sombra de la nave de la quibla donde, cuando el ojo se acostumbra, se pueden admirar los ricos arcos de mocárabes, las columnas corintias como cactus, las lacerías estrelladas en yeso, las bóvedas cómo firmamentos en miniatura y las puertas originales en madera de olivo apiladas en un rincón como para hacer leña. Y en el centro, el mihrab, el nicho vacío hacia el que se dirigirían las oraciones a modo de puerta mágica a la ciudad santa.
Es todo. El conjunto transmite, como sucede en toda la arquitectura del mundo islámico, una extraña mezcla del gusto más exquisito con el más despreocupado abandono.

Siempre hace calor y hay polvo en Tinmal. Mejora algo al caer la noche y la vieja mezquita se techa con todas las estrellas del firmamento del Atlas. Pero entonces sólo la recorren los gatos. 

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