“Y el día 17 del séptimo mes, el arca se posó sobre las montañas de Ararat.”
Génesis, 8 : 4
La llanura de Dogubayazit desde el palacio de Ishak Pashá |
Han traído por sorpresa a la habitación del hotel una bandeja repleta de todo tipo de frutas troceadas: sandía, melocotón, pera, albaricoque... Gentileza del amigo Fettah Sedef, dueño, gerente y primer trabajador del hotel Ararat en la ciudad fronteriza de Dogubayazit.
Me pregunto de dónde han
salido tan maduras y sabrosas en medio del altiplano de Anatolia oriental, seco
como un hueso desde que bajaron hace mucho las aguas del Diluvio.
Porque quienes llegamos
desde Europa a este rincón de la actual Turquía, frontera incómoda con Irán,
Armenia y Azerbaiján, lo hacemos sólo por la montaña de 5136 m. de altura que
da nombre al hotel y sobre la que se posó el Arca de Noé según la tradición bíblica.
El Ararat con su penacho de nubes desde la aldea kurda de Elikoy |
Parece mentira que esta
desolada región amenazada de volcanes y batida por seísmos forme parte de lo
que los antiguos griegos llamaron Creciente Fértil, la media luna que arranca
de Egipto y termina en Mesopotamia: el solar de la revolución neolítica y de
las primeras grandes civilizaciones, la encrucijada histórica de los pueblos
indoeuropeos y la puerta a Europa de la ruta de la seda, el Kurdistán soñado
por el mayor pueblo del mundo sin estado propio. Aquí nace el Murat-Su que sólo
es aún un hilo de agua pero pronto se convertirá en uno de los ríos más famosos
del mundo: el Éufrates.
Mirando al norte, a apenas
una docena de kilómetros, puede verse de refilón el cono volcánico del Agri
Dagi, que es como aquí llaman al Ararat y que significa la Montaña del Dolor.
Podría verse el casquete helado de su cima y los glaciares descolgándose por
sus inmensas laderas de basalto. Pero hoy tampoco, porque es muy frecuente que
esta mole que sobresale casi 4000 m. sobre la llanura circundante, quede oculta
al condensar en torno suyo todas las nubes de la región. Luego las ordeñará a
conciencia en las nieves de su cima; sólo allí.
La montaña desde la terraza del hotel |
Para ascenderlo bastan
cinco días. Y partir el día de cumbre a la una de la madrugada desde el último
campamento con la vana esperanza de un amanecer despejado. Arriba sólo hay
nubes, nieve, viento y frío. Y una bandera turca.
Tal vez sea la
irremediable aridez reinante en la región la que ha convertido a sus gentes en
hábiles administradoras del agua. Pero también la que las ha hecho temer lo
imposible, más que desearlo: la inundación que lo anegue todo.
Y este miedo se convirtió
en mito ya en los albores de la historia. Así, el poema sumerio de Gilgamesh,
la narración escrita más antigua descubierta en la biblioteca de Assurbanipal,
describe en su tablilla cuneiforme XI el episodio del diluvio que más tarde
aparecerá en la Biblia. Las similitudes entre ambos textos son numerosas: la
maldad de los hombres, el castigo divino, los que se salvan por los pelos, los
animales con que repoblar la tierra… aunque Noé se llama aquí Utnapishtim, que
es mucho más sonoro.
Al bajar hace un rato de
la montaña cargado de polvo y de cansancio, ya cerca del poblado de Elikoy, el
guía Cuma Öztürk me ha señalado unos montones de piedras que con un poco de atención
podían verse ordenadas y diferenciarse de los montones geológicos de pedruscos
que forman toda esta montaña: piedras en círculos, alineadas, en cuadrícula...
Cuma habla kurdo porque él lo es, y turco por obligación. En inglés sólo tres
palabras: tomorrow, no
problem... Pero en medio de aquellas ruinas que apenas afloraban en una
tierra cubiertas de cardos lo dijo bien claro: Uraltu (sic), aunque
probablemente no supiera a qué se refería.
El imperio Urartu fue uno
de los primeros en salir de la noche de los tiempos. Menos conocido pero
compañero en el viaje de la historia del hitita, del asirio o del babilónico,
alcanzó su esplendor entre los siglos IX y VIII a. C. Todos compartían rasgos
culturales y todos también rivalidades. Como hoy en esta tierra del dolor.
Del nombre Urartu parece
que deriva Ararat. Si algún día la piqueta del arqueólogo desentierra estas
ruinas, tal vez aparezca una tablilla cuneiforme que vuelva a describir el
episodio del diluvio y de los pocos justos supervivientes que fondearon su nave
en esta montaña.
Supuesta madera del arca encontrada en los años 50
del pasado siglo por Fernand Navarra
|
Aún hoy, algunos se
empeñan en materializar lo inmaterial y en convertir en hechos lo que sólo han
sido sueños. Racionalismo y mercantilismo tienen mucho que ver con las
descabelladas empresas que, desde hace décadas, pseudoinvestigadores europeos y
americanos han emprendido en busca de restos del arca por toda la montaña.
Ya en 1829, F. Parrot, el
primero en alcanzar la cumbre, buscó evidencias sin encontrarlas. Muchos
otros han vagado por sus laderas recogiendo trozos de madera que nunca han
resistido dataciones serias. No hace mucho se han detectado mediante fotos
satelitales abultamientos sospechosos en el hielo (las anomalías del Ararat,
“de proporciones bíblicas”). Y finalmente la Shamrock-Trinity Corporation, tras
realizar concienzudos análisis espectográficos, ha proporcionado la conclusión
definitiva. En rueda de prensa su presidente McGivern ha dicho: “¿qué otra
cosa puede ser sino madera?, ¿qué otra cosa puede ser sino la madera del
arca?”.
Cuma no lo entiende; crazy, dice (es su tercera palabra
de inglés). Y se encoge de hombros porque él colaboró el año pasado con esa
expedición subiendo a sus espaldas hasta la cima un generador de 60 kilos para
hacer los sondeos en el hielo. Ahora todos le llaman Cuma horse.
No se lo dije, entre otras
razones porque no sabía cómo, pero es muy fácil de entender: la Trinity Co.
producirá dos películas: una para adultos y otra, de dibujos animados, para
niños. También ofrecerá “jugosos contratos” para la producción, distribución y
venta de souvenirs, comidas rápidas y otros artículos que realcen la
importancia de este hallazgo. Según McGivern “la no creencia en el arca va en
contra del Corán, la Biblia y la Torá… Este hallazgo es una señal de los
tiempos”. Sin duda.
La tarde va cayendo sobre
Dogubayazit y refresca. El monte Ararat se despeja al fin y sus nieves se tiñen
de rosa como las cúpulas del palacio-fortaleza de Ishak Pashá a las afueras de
la ciudad. Tal vez mañana quienes intenten alcanzar la cima tengan la fortuna
de ver, al amanecer, la sombra triangular del gigante proyectándose sobre la
inmensa llanura circundante. Como la amenaza que desde siempre se ha cernido
sobre las gentes de esta encrucijada, engullidas una y otra vez por sus
poderosos vecinos: los seléucidas herederos de Alejandro, la Roma imperial, los
persas sasánidas, los bizantinos y finalmente los musulmanes de toda condición
-selyúcidas, mongoles, otomanos- Para entonces este territorio llamado Armenia,
había sido el primer estado en adoptar el cristianismo como religión oficial en
el año 301. Por ello, frente al Islam los armenios se han aferrado siempre a su
religión como una suerte de mozárabes de Anatolia. No es de extrañar que la
expansión transcaucásica de los rusos en el s. XIX, al fin y al cabo ortodoxos
pero cristianos como ellos, fuera vista como una puerta a la liberación. Pero
resultó serlo al drama y al dolor.
La Armenia actual es sólo
su parte oriental, una pequeña república exsoviética en torno al lago Sevan. La
occidental, cerca del lago Van, forma parte de Turquía (y el “tercer mar” de la
Armenia histórica, el lago Urmia, está en Irán). La frontera pasa irracional
por la llanura que queda a la sombra del volcán y está cerrada desde hace años.
Un antiguo escudo armenio dibujaba el perfil inconfundible del Ararat, su
montaña emblemática y que, sin embargo, está por completo en suelo turco. La
puede ver al otro lado cualquier habitante de Erevań, la capital; o mejor,
puede sentirla, oculta dentro de su penacho de nubes, arrebatada. Se dice que
el gobierno turco protestó en su momento por lo que consideraba una usurpación
simbólica de su montaña -es la máxima altura del país-.Desde
Moscú, de quién dependía entonces la república federada, se respondió con
ironía si también consideraban que la luna y la estrella de la bandera turca
eran de su propiedad.
El Pequeño y el Gran Ararat desde Ereván, capital de la Armenia actual |
Esta extraña
situación se explica por el drama que asoló la zona hace casi cien años y que
el gobierno turco no reconoce. Cuando Hitler planteó la Solución Final del
problema judío y alguien quiso considerar el baldón que supondría para la
Alemania del futuro semejante decisión, replicó: “... después de todo ¿quién se
acuerda hoy del exterminio de los armenios?”. La historia está plagada de
olvidos.
Pese a la tolerancia islámica con las gentes del Libro, cristianos y
judíos siempre fueron en el imperio otomano ciudadanos de segunda, dhimmi,
con derechos recortados y deberes, sobre todo fiscales, incrementados.
Al final, en el siglo XIX el nacionalismo descompuso el imperio. Primero en
los Balcanes: griegos, rumanos, serbios, búlgaros... se sacudieron el yugo
turco con el apoyo interesado y enfrentado de sus vecinos del norte
(Austria-Hungría y Rusia). Empezaba a zumbar el avispero balcánico... y hasta
hoy.
Después en Anatolia: allí las
minorías étnicas, religiosas o culturales, empezaron a ser vistas como una
amenaza; y si no lo eran, empezaron a ser utilizadas como “cabeza de...
armenio”. Después de todo, los cristianos hacía ya tiempo que habíamos hecho lo
mismo y acuñado la expresión “cabeza de turco”. La secuencia es siempre la
misma: a las reivindicaciones nacionalistas, seguían los apoyos occidentales y
la reacción otomana. Y comenzaron las matanzas, especialmente brutales durante
el reinado del sultán Abdul Hamid II, el Sanguinario.Familia armenia deportada y abandona en las proximidades de Aleppo, Siria |
A partir de 1915, en plena
Primera Guerra Mundial, el gobierno nacionalista de los Jóvenes Turcos, en
manos de un triunvirato militar, desencadenó el genocidio sobre la población
armenia de sus territorios bajo la excusa de su colaboración con el enemigo
ruso que avanzaba desde el Cáucaso. En 1917 la revolución rusa eliminó ese
frente y facilito el trabajo de limpieza que no terminó hasta 1923. No hay
cifras documentadas, pero en torno a un millón de armenios fueron
sistemáticamente deportados al desierto de Siria y exterminados lejos de su
tierra. Finalmente olvidados por imperativos de los intereses
geopolíticos de la zona. Sólo la Armenia oriental consiguió una efímera independencia
tras la Gran Guerra antes de ser absorbida por la URSS. Los cristianos asirios
ni eso.
En la actual Turquía sólo
quedan algunas hermosas iglesias en ruinas, con sus esbeltas torres cónicas
desmochadas y sus relieves de santos y vírgenes machacados por el fanatismo
anicónico dominante. También, dicen, unos pocos “armenios secretos”,
descendientes de los escasos supervivientes de las matanzas, islamizados para
sobrevivir. Los kurdos que hoy ocupan el solar armenio, no fueron ajenos al
drama tanto por afinidades religiosas con los verdugos como por intereses
territoriales.
Al final todos, unos y
otros, terminan siendo víctimas: de los inventores de naciones, de los mesías
de los pueblos que se atribuyen la capacidad de etiquetar a las personas, los
que deciden quiénes son de los nuestros y quiénes no, quiénes deben quedarse y
quiénes irse y, con frecuencia, quién debe vivir y quién debe morir.
Pero nadie habla de esto
en Turquía porque es un tema tabú; y el que lo hace abiertamente corre el
riesgo de enfrentarse a un proceso con el estado y a penas de cárcel de hasta 3
años. Orhan Pamuk, premio Nóbel de Literatura, algo sabe de esto.
Francia penaliza lo
contrario. Y Armenia se niega a aceptar una comisión de expertos neutral que
estudie objetivamente el asunto; su ministro de exteriores ha dicho que “los
historiadores no tienen nada que hacer”. Los políticos se convierten en
tribunales de la memoria histórica, que amenazan no sólo la discusión sino la
verdad... si es que la hay. Y al final no se puede permanecer indiferente;
tarde o temprano hay que ponerse del lado de las víctimas o de los verdugos.
Niños kurdos jugando en el campo 1 |
Desde que llegué a esta
tierra, viendo desfilar la montaña tras la ventanilla del dolmus que me llevaba del aeropouerto de
Igdir a Dogubayazit, han desfilado imágenes similares que vuelven a mi memoria
desde la película “Ararat” de Atom Egoyan; las reales y las ficticias, sin
saber mucho cuáles son unas y otras, qué es verdad y qué es mentira. La lección
final es que la historia la llevamos inexorablemente incorporada en nuestros
genes y desconocerla es no conocernos a nosotros mismos. Lo dijo Benedetto
Croce, “toda la historia es historia contemporánea”.
La montaña sigue ahí, sin
saber que los europeos la llamamos Ararat, los turcos Agri Dagi, Marsi los
armenios, Çiyaye Agiri los kurdos y los persas Kuh-e-Nun. Nadie ha podido
deportarla, masacrarla, humillarla. Siempre emergiendo de las aguas de todos
los diluvios.
Hoy en Dogubayazit, los
pocos extranjeros que hay van o vuelven de la montaña; o simplemente han
llegado hasta aquí para verla.
En el proyecto de
escalarla, de escalar cualquier montaña, confluyen muchas razones –aunque, ¿qué
tiene de racional subir una montaña?-, la belleza de sus líneas, la dificultad
de llegar a su cima, su altura inhumana... Ninguna justifica que estemos aquí.
Pero otras, no las menos importantes, tienen que ver con la historia y con el
mito. Y esta montaña está cargada de ambos.
Sólo hace falta una buena
forma física y un equipo adecuado. Técnicamente no presenta dificultades porque
el camino está bien trazado por la ladera sur, la más soleada, y es accesible a
caballerías que cargarán los pesados fardos hasta muy arriba. Conviene tomarlo
con calma y aclimatar adecuadamente para los 5000 m. donde la concentración de
oxígeno respirable se reduce a la mitad; son suficientes dos campamentos de
altura -a 3200 y 4000 m.- y, lo dicho, lanzar el ataque final a partir la una
de la madrugada a la luz de las linternas frontales, alcanzar los hielos de la
cúpula somital al amanecer y finalmente la cumbre. Y comprobado, allí hace
mucho frío, sopla un viento huracanado y las nubes no dejan ver gran cosa. Pero
no importa, porque subir una montaña sólo es un pretexto para viajar y viajar
siempre es hacerlo hacia uno mismo.
Hace un rato, a la vuelta
de la montaña, frente a una pequeña casa en las afueras de Dogubayazit, Cuma ha
parado el dolmus y ha salido su familia: tres niños
saludables y contentos que se abrazaban a su padre al que no veían desde hacía
una semana; y su esposa distante, tal vez joven y guapa, envuelta en la
indumentaria multicolor de su pueblo y el rostro cubierto por completo. Salvo
los ojos verdes.
Los kurdos son de
ascendencia irania, a diferencia de los turcos de origen centroasiático.
Tras la Primera Guerra
Mundial -otra vez-, en la que el imperio turco se alió con las potencias
centrales perdedoras (Alemania y Austria-Hungría), el tratado de Sèvres (1920)
sentenció su desaparición y planteó la creación de una república kurda que la
nueva Turquía de Kemal Ataturk no permitió. El pueblo kurdo quedó repartido
entre los retales en que se había descompuesto el “enfermo de Europa”: Turquía,
Siria, Iraq e Irán. Los “turcos de montaña”, como oficialmente se conoce a los
kurdos de Turquía, son hoy más de la mitad de este pueblo troceado de más de 50
millones de habitantes.
Desde 1925 hasta 1965 el
este de Turquía estuvo cerrado a los extranjeros mientras las tensiones se
acentuaban. En las dos últimas décadas del siglo pasado derivaron en guerra
abierta entre el PKK (Partido de los Trabajadores del Kurdistán) y el ejército,
que desplazó a la zona 200.000 efectivos. Desde el fin de la guerra fría, el
movimiento kurdo ha virado hacia el islamismo y el independentismo, paralelo al
laicismo y europeísmo oficial turco.
Pero también esto está
cambiando. Tras cerca de 40.000 muertos, la captura del líder guerrillero
Abdullah Öcalan y la frustración turca a las puertas de la Unión Europea han
suavizado las tensiones y aproximado posiciones. Desde marzo de este año se ha
proclamado un alto el fuego.
Pero aún así, Agri sigue
siendo la provincia más pobre del país y Dogubayazit una ciudad cuartelaria
creada hace pocos años para vigilar el acceso a Irán y a la díscola población
kurda.
A sus afueras, por la
carretera extrañamente adoquinada que sube al palacio de Ishak Pashá restaurado
hasta el exceso con pretensiones de parque temático, afloran a un lado y otro
los restos de otra ciudad urartiana desaparecida: Eski Beyazit. Cuando sus habitantes
aún fundían el primer hierro de la historia, el monte Ararat ya proyectaba su
silueta sobre la llanura.
Como en esta tarde de
finales de julio en que el hierro de las armas aún impone su ley. Lo advierte
nuestro Ministerio de Exteriores: “La
situación de seguridad en el sudeste del país sigue siendo muy volátil... Existen restricciones a la circulación
en diversas áreas fronterizas... En
el pasado se han producido secuestros esporádicos de ciudadanos extranjeros... y además, en la provincia de Agri, el
acceso al Monte Ararat requiere autorización previa de las autoridades
turcas... Por todo ello, se desaconseja viajar a esta región”.
Cierto que la ascensión al
Ararat deja poco espacio a la libertad de las cumbres: con controles militares,
dentro del marco de una agencia turística turca, acampando en los lugares
establecidos los días acordados; descartando toda iniciativa autónoma o cambio
de planes, con el uso imperativo de guía, cocinero, arrieros... Pero así y
todo, la gente es cercana, curiosa, discreta, cordial, generosa, hospitalaria,
agradecida.
Pero las malas lenguas
dicen que si te sales de la única ruta de ascensión establecida puedes ser
objetivo de los tiradores del ejército.
Ahmed, nuestro cocinero
kurdo, tampoco sabía una palabra de inglés pero
fue diáfano cuando dijo, en la confianza de la tienda-comedor y con la
complicidad equívoca de que alguno de los presentes era de Bilbao: “turkish...
pum, pum.” Y sonreía con sus
dientes amarillos.
Se nos helaba la sangre.
Se nos helaba la sangre.
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