A nuestro amigo
Lahcen, que nos desveló los misterios de su valle.
El macizo del Mgoun
era un destino próximo y extraño al tiempo, una buena elección
para viajar diez días a nuestro aire. Avión a Marrakech y taxi a Azilal, ya
bajo las montañas. Desde aquí sólo hay 60 kilómetros de pista de tierra hasta
el valle de Bouguemez, base de nuestro circuito a pie.
Este es el breve relato de aquel primer viaje.
Mediodía canicular en el
zoco de Azilal. El "transport en comun" -especie degenerativa
de furgoneta que debe llevarnos- tiene todas las piezas del motor amontonadas
encima de un saco. Ajustes de última hora, dicen en mal francés dos pies que
asoman bajo el vehículo. Bultos y mochilas a la baca. ¡Todos a bordo! Cuatro,
cinco, ocho, doce... diecinueve.
¿Por qué arrancamos cuesta abajo?: "batterie morte". ¡Por fin camino a las montañas! El combustible no alcanza hasta la primera gasolinera. ¡A tierra todos!, ¡a empujar!... En marcha de nuevo. Chirridos bajo los pies: el tubo de escape que arrastra; un poco de alambre. Curva a la izquierda, curva a la derecha, curva... golpe sordo en el frontal. Parada. Se despeja la polvareda, una oveja agoniza en la pista, el rebaño se dispersa. Hay que rematarla. Sólo hay una navaja, la nuestra. Seguimos. Demasiado esfuerzo y calor para el viejo radiador: fuente, parada; riachuelo, parada; acequia, parada... Cubos de agua al motor incandescente: "Pas problème". Hemos llegado muy altos y ahora bajamos a tumba abierta. No hay frenos. El motor relincha reteniendo la loca carrera. Más paradas. En cada una alguien salta, aún en marcha, y calza la rueda con una piedra. Precipicios a un lado. "Inch-Alá". Pasan las horas, no los kilómetros. Cae la tarde. Correa del ventilador rota. La de repuesto es demasiado larga; ajustada con la navaja, 300 metros, reajustada, 200 metros, cosida con alambre, 100 metros, una nueva de cuerda de nudos, 50 metros. Anochece. A la luz de la linterna todos hurgan bajo el capó. Arrancar en cuesta ha sido lo habitual, pero hacerlo marcha atrás impresiona -más precipicios- sobre todo porque ya no se ve nada. Hace mucho que nos sudan las manos aunque la temperatura ha caído en picado. Noche cerrada. Dormimos en la cuneta. Un alivio. Mucho frío.
¿Por qué arrancamos cuesta abajo?: "batterie morte". ¡Por fin camino a las montañas! El combustible no alcanza hasta la primera gasolinera. ¡A tierra todos!, ¡a empujar!... En marcha de nuevo. Chirridos bajo los pies: el tubo de escape que arrastra; un poco de alambre. Curva a la izquierda, curva a la derecha, curva... golpe sordo en el frontal. Parada. Se despeja la polvareda, una oveja agoniza en la pista, el rebaño se dispersa. Hay que rematarla. Sólo hay una navaja, la nuestra. Seguimos. Demasiado esfuerzo y calor para el viejo radiador: fuente, parada; riachuelo, parada; acequia, parada... Cubos de agua al motor incandescente: "Pas problème". Hemos llegado muy altos y ahora bajamos a tumba abierta. No hay frenos. El motor relincha reteniendo la loca carrera. Más paradas. En cada una alguien salta, aún en marcha, y calza la rueda con una piedra. Precipicios a un lado. "Inch-Alá". Pasan las horas, no los kilómetros. Cae la tarde. Correa del ventilador rota. La de repuesto es demasiado larga; ajustada con la navaja, 300 metros, reajustada, 200 metros, cosida con alambre, 100 metros, una nueva de cuerda de nudos, 50 metros. Anochece. A la luz de la linterna todos hurgan bajo el capó. Arrancar en cuesta ha sido lo habitual, pero hacerlo marcha atrás impresiona -más precipicios- sobre todo porque ya no se ve nada. Hace mucho que nos sudan las manos aunque la temperatura ha caído en picado. Noche cerrada. Dormimos en la cuneta. Un alivio. Mucho frío.
Amanece y el "transport", aunque
agoniza, todavía se mueve. Sin embargo es demasiada cuesta para él. Una vez más
todos pie a tierra. Aún demasiado peso. Los bultos también abajo. ¡A la espalda
y andando! Al rato la pista llanea un poco -"allez,
allez!"-, arriba de nuevo. La furgoneta resopla en las subidas,
se desfonda en las bajadas. Precipicios siempre. ¡Cómo sudan las manos! Será
otra vez el calor. La enésima curva entre polvo, humo, olor a goma quemada,
gasolina escasa y nos damos de bruces con el poblado de Agouti. Por fin
llegamos a nuestro punto de partida: el valle de Bouguemez, el "valle
feliz".
Ya teníamos bastante: los
espacios inmensos, el aire diáfano, las montañas minerales, los niños
sonrientes, todas las estrellas de la noche, los pueblos acogedores, la tierra
más roja, las gentes hospitalarias, el tiempo sin relojes, el verde más verde, el
agua más bendita, la pobreza sin miseria, los enebros más viejos, el amigo
Lahcen... África del norte, montañas y bereberes.
Después estuvimos andando
cinco días para subir los 4.086 m. de altura del Mgoun. Pero esa es otra
historia sin importancia porque, sin saberlo entonces, nuestra meta había sido
el camino... de Azilal a Bouguemez.
El Viajero de EL PAÍS, 21 de
enero de 2001
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