(Mi caso)
Vivo
en un pequeño chalé “acosado” por otros dos que lo comprimen haciéndolo
estrecho y alto; de tres plantas. Mi cubil está en el ático, bajo cubierta. Dos
tramos de escalera, 32 escalones en total, que subo y bajo todos los días en
numerosas ocasiones. Desde hace más de veinte años.
Entonces
pensé, qué caray, me viene de perlas para mantenerme en forma para subir
montañas. Y lo he seguido haciendo, lo uno y lo otro, durante todo este tiempo.
Sin
embargo, a día de hoy, no creo que mi pareja considere que haya servido. Al
menos no para tonificar mis glúteos o quemar grasas de la zona abdominal. Y mi
médico me advierte de que mi tensión arterial y el nivel de colesterol se
aproximan a los límites de empezar a atiborrarse a pastillas según recomiendan
las farmacéuticas. Y por más que me peso en una báscula de precisión sin haber
comido, deshidratado tras bajar del monte y escurrido tras la ducha, los
dígitos no dejan de subir. Año tras año.
Un
pequeño recuento da idea de mi titánico pero inútil esfuerzo.
Siendo
muy conservador calculo que subo a la tercera planta al menos diez veces al día.
Redondeo para facilitar la operación matemática y no cuento las veces que subo
a la segunda planta, donde está el baño, y que son cada vez más.
10
veces X 5,5 metros (los 32 escalones) son 55 metros, que X 365 días (obviaré
los bisiestos) son unos 20.000 metros anuales y que por X los dichos 20 años (en
realidad son más) hacen un total de más de 400.000 metros verticales… y sin
salir de casa.
Más
de 400 kilómetros de subida (y bajada luego). De haberlos hecho en una escalera
sin fin (que tendría 1.168.000 escalones) me habría pasado de largo la Estación
Espacial Internacional que orbita a 320 kilómetros (a 934.400 escalones por
encima de mi salón).
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