Viaje al centro de la Tierra I
Sol de medianoche en Budir, península de Snaefellsnes (Islandia) |
In
Snefells Yoculis craterem kem delibat umbra Scartaris Julii intra calendas
descende, audax viator, et terrestre centrum attinges. Kod feci. Ame
Sahnussemm.
Desde Reykjavik debería
vérsele al norte, al otro lado de la bahía de Faxaflói, pero no. Tampoco desde
lo alto de la torre de la catedral, por encima de las casas de colores que
rodean el puerto porque no puede traspasarse el centenar de kilómetros de brumas que hay
hasta la península de Snaefellsnes. Pero el volcán Snaefells allí está, en su extremo, como señala
cualquier mapa de Islandia con una pequeña mota blanca; por
aquí lo llaman Snaefellsjökull que significa cubierto de hielo.
Para llegar el profesor
Lidenbrock y su sobrino Axel precisaron de varios días a lomos de caballería.
Hoy sólo son unas horas de coche bordeando la recortada costa oeste de la isla,
salvando fiordos con puentes o con túneles subacuáticos, mientras vemos pasar
por la ventanilla las playas pedregosas a un lado y al otro las colinas
cubiertas de musgo.
Lluvia
racheada.
No
hay bosques en el sentido estricto del término; como mucho, bosquetes
raquíticos más de arbustos que de árboles, donde no anidan ni los pájaros.
Este
es el mismo paisaje, o mejor el verdadero, que aparece en la novela Viaje al
Centro de la Tierra, sin que su autor, Julio Verne, sedentario viajero
literario, lo hubiera visto nunca. ¡Cuantos turistas frenéticos viajan menos
que él que apenas se movió de su Nantes provinciano y decimonónico!
En
Budir, bajo el volcán, los charranes árticos protegen sus nidos en el suelo
abalanzándose sobre las cabezas de quienes sólo quieren estirar las piernas más
allá de la cuneta ahora que ha dejado de llover. Son gaviotillas de poco más de
cien gramos de peso que pueden volverse en extremo agresivas y se comprende.
Han hecho la puesta después de un viaje de medio año y setenta mil kilómetros
desde el mar de Weddell en la Antártida y volverán allí en cuanto termine el
verano ártico. Viven mucho, algunos hasta treinta años, con lo que habrán recorrido en su
migración estacional la distancia equivalente a tres viajes a
la Luna, ida y vuelta. Pero ninguno escribirá nunca La Vuelta al Mundo en
Ochenta Días. Seguirán picoteando a los desprevenidos turistas pese a que lo
advierten las señales de tráfico.
Nubes
bajas
El
día no descampa, pero no hace frío pese a estar tan cerca del círculo polar.
Los personajes de Verne llegaron hasta aquí guiados por el fiel Hans y las
instrucciones de un viejo pergamino con un criptograma rúnico firmado por un
tal Saknussemm. Sabiamente descifrado resultó ser
latín y no del bueno. Venía a decir:
“Desciende
al cráter de Yokul de Snaefells que la sombra de Scartaris acaricia antes de
las calendas de julio, audaz viajero, y llegarás al centro de la Tierra, como
he llegado yo. Arne Saknussemm.”
Entonces
Islandia era territorio danés y el hotel del pueblo sería todo lo más una mala
posada en una tierra para desterrados donde la miseria llegaba hasta las
iglesias que, por no tener, no tenían ni reloj. Hoy, y a pesar de la
bancarrota de 2009, un café cuesta 300 coronas (ISK) que viene a ser el doble
que aquí. Y así todo.
Verde
mortecino.
Algunas
ovejas pastan en los tejados de las granjas, como si no tuvieran hierba en otro
lugar. Más allá de la breve llanura litoral el color cambia a gris de repente
cuando la pendiente remonta la ladera del volcán, pero enseguida se difumina y
pierde en un techo de nubes. Su cono de 1400 m. de altura sigue encapotado como
si no fuera a despejarse porque nunca lo ha hecho antes.
En
la punta de la península Snaefellnes la carretera solitaria vira entre conos
volcánicos y coladas de lava hasta llegar a Olavsvik en su lado norte.
Lo
mismo, lluvia, viento, nubes.
Una
pista cruza la península hacia el sur y pasa junto al glaciar de Snaefellsjökull.
Las motos de nieve que deberían subir a los turistas lo más cerca de la cima
están aparcadas en el barro que rezuma el labio de hielo. Verne que imaginó
tantos artefactos, bien pudo imaginar estos pero quizá le parecieran absolutamente
abominables.
Nadie.
Huellas de las motonieves desde la cima del volcán Snaeffels |
Un cartel advierte de lo peligroso de aventurarse hacia lo alto. En pleno verano la disminución del hielo se ha acelerado en las últimas décadas y ya deja al descubierto o casi, que es peor, peligrosas grietas de decenas de metros de profundidad. Bocas lívidas a las entrañas del glaciar, porque boca a las entrañas de la Tierra no hay ninguna. En la cima no hay cráter desde la última erupción en 1219 porque aún duerme bajo los hielos menguantes. Esto hoy.
Hace
tiempo, menos todavía. Ni Saknussemm en el siglo XVI ni Lidenbrock en el XIX
hubieran encontrado nada parecido a un cráter aquí arriba porque por entonces,
en los siglos más fríos del periodo postglaciar conocidos como plena Pequeña
Edad del Hielo, la masa helada del Snaefellsjökull cuadruplicaría la actual.
Pero
además, volviendo al inicio del viaje literario en Hamburgo, tampoco el
profesor hubiera podido descifrar el texto rúnico para llegar siquiera hasta
aquí, pese a la conjunción de una inteligencia y una suerte portentosas, porque
las combinaciones posibles de los 132 signos rúnicos dan un resultado de más de 30
dígitos. Se hubieran ahorrado el chasco. Afortunadamente sólo eran personajes imaginarios en una Islandia de ficción.
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