APUNTES PARA UN DIARIO BEREBER

4,40 de la madrugada
Amezri, valle de la Tessaout (Alto Atlas)


Solo hace dos días que salimos de España y uno que hemos empezado a andar. Sin embargo, hoy nos parece estar muy lejos y desde hace mucho tiempo. No es la primera vez que visitamos estas montañas. Dos horas de vuelo low cost en dirección sur y algunas más en un “grand taxi” desvencijado, seis pasajeros y un conductor talibán que siempre remata cualquier afirmación con “Inshallá” –si Dios quiere-.
Es una suerte para nosotros que las montañas del Atlas estén ahí al lado y que a muchos de sus valles sólo pueda llegarse a pie; una suerte para nosotros. Pero para los bereberes que los habitan, Europa está tan lejos como la misma Luna.
Todos tienen nombres con resonancias lejanas: Aït Ouisadenne, Aït Mizane, Aït Affan, Aït Bouwlli, Aït Bouguemez… el prefijo aït- significa “tribu” o, para ser más exactos, “gentes de”, porque no hay diferencia entre lugareños y lugar. La tierra y quienes la habitan son una misma cosa.

La Tessaout debería ser sólo un hilillo de agua de fusión de las nieves del Mgoun, el segundo macizo de la cordillera después del Toubkal. Pero hoy que lo hemos cruzado tantas veces era un río caudaloso para estas áridas latitudes. El deshielo de abril hace su trabajo.
En Ichbakkan, en la parte baja del valle de donde venimos, los almendros ya han florecido. En Amezri, los nogales gigantes no han brotado todavía. No en vano estamos a 2250 m. de altura y la primavera, que poco a poco va remontando el valle, aún no ha llegado hasta aquí.
Andar es, sin duda, la mejor forma de llegar a la naturaleza pero puede ser, además, un acto de protesta, una modesta trasgresión de la motorización global. Así lo sentimos los caminantes aunque nunca renunciaremos a ella.

Nos hemos hospedado en el “gîte d´etape” de Brahim Oussalem. Es el “cheikh” del pueblo y ha informado puntual por radio de la llegada de los extranjeros, seguramente al “caïd” de Toundour o a la gendarmería de Tabant, a varios días de camino desde aquí.

Aún es noche cerrada y, para escribir estas notas de insomnio, es necesaria la luz de la frontal porque no hay electricidad. Las placas solares son para la emisora de radio y para la televisión con su parabólica gigante. Tampoco hay agua corriente ni alcantarillado. Todos duermen en el pueblo: las mujeres, los niños que nos han recibido por la tarde con agobiante algarabía; y los hombres que han regresado más tarde del “soukh”, el mercado local que cada día de la semana se celebra en un pueblo distinto de la comarca.
Todos duermen menos los perros.

La vida en el Atlas recuerda a la de los pueblos de nuestras montañas en las viejas fotos sepia de principios del siglo pasado; o quizá no tanto. Pero en algo sustancial se diferencian hoy, y es en que estas montañas todavía siguen vivas. Vivas a pesar de las duras condiciones de vida de sus habitantes; pobres pero no miserables.

Nadie habla ni una palabra de inglés; y el francés colonial se aleja poco de Marrakech. Sólo los adultos, extremadamente amables, dicen “bonjour”; y los niños, más atrevidos, piden “bonbon” y “stylo”.
La hospitalidad es insultante para nosotros los occidentales y siempre, en cualquier poblado, habrá una casa donde evitar la intemperie. Los más avispados han acondicionado las suyas como “gîtes d´etape”: rudimentarios albergues con una habitación alfombrada y sin muebles, un aseo fétido y una ducha fría en el mejor de los casos. Té a la menta en abundancia y cena según la disponibilidad de la despensa: “couscous” con mucha sémola o “tajine” con demasiada zanahoria; y siempre con poca carne; de pollo. Del pollo que, a nuestra llegada, picoteaba tranquilo en la calle delante de la puerta. Ningún perro le molestará antes de que llegue su hora. Están todos con el ganado en los pastos de altura o atados en el rincón más oscuro de una casa. Nadie entiende aquí que llamemos a los nuestros por su nombre.

Nos hemos alojado en los “gîtes” de Ali-n-Itto ayer, y hoy en la de Amezri en el valle de la Tessaout. Mañana lo haremos en la de Abachkou en el valle vecino de Aït Bouwlli, y por último en la de Agouti en el valle de Bouguemez. En todos ellos la relativa cercanía de la gran capital, Marrakech, y la llegada del incipiente turismo del que nosotros formamos parte, están cambiando deprisa unas formas de vida que han permanecido inalteradas hasta hoy desde hace siglos.

La economía de dura subsistencia se basa en el pastoreo de ovejas y cabras a cargo de los hombres, adultos o niños, que también mercadean en los zocos del entorno. Pero sobre todo la vida se sustenta en la descomunal contribución de las mujeres, adultas y niñas, que trabajan los campos aterrazados en las vertiginosas laderas, que acarrean leña desde lejanos y esquilmados bosquecillos de enebros y que llevan adelante un hogar escaso y una familia excesiva. Los perros son una compañía que no necesitan; tampoco son una carga. Por la noche, cuando las gallinas callejeras se han recogido en el corral, toman hambrientos el poblado desierto y se buscan la vida entre los desperdicios y las ratas. Las peleas entonces son feroces.

Alguien ronca a placer –mañana lo negará- y los demás se revuelven en sus sacos. Todos al abrigo de los gruesos muros de tapial de la casa de Brahim, aunque el ventano no ajusta. Afuera hace un frío del demonio.
Sin duda esta arquitectura es la mejor en un entorno tan hostil, helador en invierno y tórrido en verano. El barro, amasado con paja, se apelmaza entre dos tableros que hacen de molde y los muros se van levantando por tramos cada vez menos gruesos. De ahí el aspecto levemente apiramidado de las construcciones de tapial. Unas vigas retorcidas de sabina sostienen la techumbre plana de enramado y más barro. Al exterior, el techo de una casa es la terraza de la que se escalona encima en la ladera. O la era para trillar el grano; o el corral de las cabras que se asoman al borde vertiginoso.
La fragilidad de esta arquitectura horizontal, pegada a la tierra de la que está hecha, necesita de continuas reparaciones, porque si se abandona se funde como un azucarillo y en poco tiempo la lluvia y el viento habrán devuelto la tierra a los campos. En estas montañas no hay ruinas solemnes que admirar; nada que pueda convertirse en un parque temático como nuestra arquitectura de piedra pretenciosa de una eternidad imposible. Por eso estos pueblos tienen el encanto auténtico de lo vivo y de lo efímero. Mañana Bahim tapará las goteras.

Hoy ya es 11 de abril, el muecín no ha llamado al rezo del “fajr”, la primera plegaria de la jornada que se hace antes de la salida del sol. Todos los días, hasta hoy, nos ha despertado su salmodia con rigurosa puntualidad: a las 4,50 en la Kutubya de Marrakech, a las 4,46 en Ali-n-Itto -“¡Alla-hu Akbar!... ¡Alla-hu Akbar!...”-. Aquí, en Amezri n-Aït Affan, a las 4,40 sólo ladran los perros. Por el ventano que no ajusta se cuelan las primeras luces y el pequeño minarete de la mezquita, blanco y silencioso, empieza a destacar en la terrosa monotonía.

Pronto nos pondremos en marcha para cruzar la cordillera por el collado de Tizi n-Rouwgalt, y en dos días más llegaremos a Agouti en el valle de Bouguemez, el “valle feliz” que conocimos hace años cuando bajamos al moro por primera vez. Pero hoy ya sabemos que hasta allí llega el asfalto, y con él habrán llegado también los turistas, los cazadores de turistas y el bullicio de los unos y los otros. O tal vez todavía no.
Cuando alcancemos ese lugar que recordamos maravilloso, quizá sólo lo sea en nuestros recuerdos. ¿Será cierto que no conviene regresar a los lugares donde se ha sido feliz?


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