Ahora
que ya se resienten los ligamentos y se desgastan los cartílagos de las
articulaciones de mis extremidades inferiores, puedo plagiar a Murakami con
quien, obviamente, no comparto ningún mérito salvo su pasión por el
desplazamiento, en mi caso andando; para adentrarme en los valles, para subir a
las cumbres, para descender a los barrancos, en un sentido amplio del término,
por mi propio pie o escalando, con esquís o en bicicleta de montaña, pero
siempre con el sólo impulso de mis piernas.
Todos
los que salimos de la ciudad en coche los fines de semana para recorrer el
campo a pie sabemos dónde terminaremos el lunes. Nunca volveremos a ser el
“homo viator” de Rousseau, el primigenio andarín aún no “desfigurado por la
cultura, la educación y las artes”. Desde el siglo XVIII, con la revolución
industrial y el posterior triunfo del capitalismo, se ha ido haciendo más
difícil y ya resulta imposible para el actual “homo mechanicus” obsesionado
como está por la infalibilidad tecnológica que sustituye a sus inseguridades y
sus miedos.
Pese
a ello hay que seguir moviendo las piernas mientras resistan y no olvidar que
somos lo que somos por nuestro primitivo bipedismo, o sea porque andamos.
Andar fue
aquel acto primario que liberó nuestras manos de la automoción y que a la larga
permitió el desarrollo de todo lo que constituye nuestra condición humana. De
eso hace varios millones de años y desde el neolítico (domesticación y
sedentarismo) hasta nuestro mundo contemporáneo (mecanización y más
sedentarismo), cada vez andamos menos. Hasta el punto que se ha desvirtuado la
palabra y su significado ya no sólo es el de moverse dando pasos, sino más
comúnmente el de desplazarse de cualquier manera. Cuando aquel “anduvo por el
sur de España” todos entienden que recorrió Andalucía por cualquier medio menos
a pie.
Por
eso el término andar ha perdido su
sentido primigenio y sería más atinado usar los términos pasear o caminar. Pero aunque
los dos se basan en la misma locomoción bípeda, aunque en ambos se anda, ahí
terminan todos sus parecidos.
Pasear
consiste en desplazarse por placer (también cada vez más por prescripción
facultativa pero esa es otra historia), despacio y sin rumbo fijo, generalmente
para volver al punto de partida, por lo que es un acto seguro. Se pasea deambulando,
por puro entretenimiento ocioso, elegante, burgués, presuntuoso incluso, que
gusta de verse paseando, de pasear con otros, de que otros te vean, por lo que
es un acto civilizado y por tanto urbano. Pasear es una pose social que incluso
puede hacerse en un gimnasio.
Caminando por el plateau de Izourar, Alto Atlas marroquí |
Caminar,
sin embargo, es recorrer una distancia a pie hacia un lugar o meta utilizando
un camino no en el sentido literal de “recorrido acondicionado que facilita el
tránsito” sino en el de ”recorrido con sentido”, es decir, con un motivo que
nos empuja a ello y con un destino al que nos dirigimos.
Ya
no es el acto vital del nómada primitivo en permanente busca de recursos que
depredar, pero sigue siendo para algunos un acto trasgresor en la sociedad del
bienestar, conformista y sedentaria, y una necesidad en la búsqueda de la
independencia y la libertad. El que camina es un lobo solitario que se pierde
en los últimos rincones de la naturaleza salvaje, en los bosques, en las
montañas, en los desiertos, mejor solo que acompañado, que querría ser
invisible para caminar mejor, siempre hambriento, siempre adelante.
Como
amante de las montañas no sé si mis rodillas están machacadas por caminar o por
pasear por ellas, ya sea andando, escalando, esquiando o en bici. Thoreau lo
tenía más claro:
“Si estás preparado para
abandonar a tu padre o a tu madre, a tu hermano y a tu hermana, a tu mujer, a
tus hijos y a tus amigos y a no volver a verlos; si has pagado tus deudas, si
has redactado tu testamento y has dejado tus asuntos en orden; si eres por
tanto un hombre libre, entonces estás listo para empezar a caminar”.
Henry
David Thoreau, Caminar (Walking) 1862.
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