Mapa del recorrido de Fitz Roy por el río Santa Cruz (1834) en busca de sus fuentes en la cordillera de los Andes |
Si puedo siempre elijo ventanilla, evitando el ala por supuesto. Y también el lado si intuyo la dirección del aterrizaje.
No
entiendo por qué los pasajeros de un avión, en especial cuando ya vuela bajo en
la maniobra de aproximación previa al aterrizaje, no están todos con la nariz
pegada al cristal, mirando el destino al que se aproximan desde un punto de
vista que no volverán a tener cuando pongan pie a tierra: el del pájaro. Esa
visión de conjunto que solo dan los mapas y que por eso me gustan tanto. Google Earth también.
He
escogido el lado derecho en el vuelo de Buenos Aires a El Calafate en la
Patagonia. El aeropuerto está cerca de donde desagua el lago Argentino, en su
orilla sur que queda a mi derecha porque se aterriza contra el viento que aquí
siempre viene del oeste, de la cordillera.
Ha
empezado a descender al poco de sobrevolar los pozos de petróleo de Comodoro
Rivadavia, aún en la costa atlántica. Ha ido virando poco a poco internándose
en la meseta patagónica, más accidentada de lo esperado, cruzada de cárcavas y
barrancos, árida pese a que algún río la atraviesa. Después ha ido apareciendo
la cordillera, una línea blanca más y más dentada de punta a punta del
horizonte.
Veo
el caudaloso río Santa Cruz que da nombre a la provincia serpentear en busca del
Atlántico y, aunque lejano, identifico el colmillo del Fitz Roy sobresaliendo
tres mil metros sobre la llanura. Y entre ellos las gigantescas cubetas
glaciares ocupadas hoy por los gigantescos lagos Argentino y Viedma.
Hoy
puedo reconocer todo esto con solo mirar por la ventanilla porque lo he visto
antes en cientos de fotos y documentales, porque es uno de los paisajes más
conocidos del mundo para los amantes de los viajes y de las montañas, porque ha
sido desde hace mucho el escenario de mis sueños, imposibles hasta hace bien
poco.
No
era así en 1834 cuando el bergantín Beagle,
en viaje alrededor del mundo, recaló en el estuario del río Santa Cruz.
Precisaba de reparaciones en el casco y las mareas del lugar, de hasta nueve metros,
permitieron vararlo fácilmente para la tarea. Desde que tres siglos antes
Magallanes llegara por primera vez a ese mismo lugar nada se sabía aún de lo
que había tierra adentro. Sin embargo, el comandante Robert Fitz Roy, hombre
ilustrado además de marino, observó que las aguas del río tenían un color
lechoso celeste probablemente por los sedimentos de origen glaciar que
transportaba el río. Pensó que podría nacer en una gran cuenca lacustre al pie
de las montañas.
El
avión ha entrado en esa zona desde el noreste. Sobrevuela la estepa y se acerca
al lago Viedma donde los témpanos glaciares aún navegan en este final de
primavera empujados por los vientos que bajan desde el Hielo Continental Sur. Puedo
ver el río La Leona por el que conecta con el cercano lago Argentino. Y, ya
próximo a tomar tierra, sobrevuelo el desagüe del lago donde, ya caudaloso,
nace el río Santa Cruz. Lo que sospechaba Fitz Roy y quiso comprobar.
Tres
botes y una veintena de hombres, Darwin entre ellos, remontaron durante diecinueve
días el curso de agua buscando sus fuentes. Los numerosos meandros, la fuerte corriente
y el viento en contra forzaron a los expedicionarios a arrastrar los botes y
finalmente abandonarlos para continuar a pie.
Darwin
escribió en su diario: “La maldición de
la esterilidad pesa sobre esta tierra”. Pese al importante caudal del río
sus orillas no albergaban la vegetación que cabría esperar, como sí sucede en
el Nilo. Pronto constató el joven naturalista que las escasísimas
precipitaciones (menos de 200 mm. anuales, como en el Sahara) y el impenitente
viento seco que descendía de la cordillera (como el foehn en los Alpes) apenas daban para configurar una estepa de
coirón donde sobrevivían algunas tropillas de guanacos, que no dejan de ser una
especie de camellos americanos. Si a esto añadimos el suelo arenoso y pedregoso
de la Patagonia, el agua abundante del río resultaba en todo su curso tan
inútil como “la sopa que se come con
tenedor”.
El
4 de mayo, ya avanzado el otoño austral, alcanzaron el punto más occidental de
su viaje y lo llamaron “Western Station”.
Darwin escribió: “Desde las alturas
saludamos con alegría los picos nevados de la cordillera”. Pero de los
lagos ni rastro.
Escaseaban
los víveres y Fitz Roy decidió dar la vuelta. A la gran llanura que aún les
separaba de las montañas la llamó “Planicie
de la Desolación”, sin sospechar que allí mismo, a unas horas de camino y
aunque no pudiera verlos, estaban los esperados lagos. Recuperaron los botes y
tres días después, a favor de la corriente y del viento, habían regresado todos
al Beagle.
Chaltén, la montaña humeante |
No llegó a ver el famoso glaciar que alimenta el lago y que hoy lleva su nombre, Perito Moreno.
¡Uf!
Mañana habrá que sumarse a las multitudes e ir. Es inevitable pero
imprescindible.
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