A
pesar de su modesta altura, Turbón es la gran montaña de la Ribagorza. Con sólo
2.492 m., su mole preside las Sierras Interiores como un Kilimanjaro visto
desde el Somontano. Para los montañeses de los valles del Ésera y del Isábena, sus
torreones rocosos poblados de gigantes, brujas y encantarias han concentrado
desde siempre las peores tormentas; que eso significa su sonoro nombre.
Coma de San Adrián en mayo y recreación de la ermita del siglo XII |
Así ha sido en este largo invierno y
hasta bien entrada la primavera. La montaña aún sigue cargada de nieve a pesar
de que su solitaria proa de caliza avanza decidida hacia el soleado sur. A su
estela quedan los grandes del Pirineo disputándose otro protagonismo.
Del Hospital de Benasque hacia arriba,
las multitudes salen de sus coches con los esquís en los pies y serpentean como
hormigas a las cumbres de siempre agotando otra temporada.
Sin embargo, desde Selva Pllana, en La Muria (la aldea más
recóndita del Pirineo) hay que portear hasta salir del bosque, (esto es esquí
de travesía, querida) y ya deslizando avistar desde un colladito la Coma de San
Adrián. Este gigantesco cuenco glaciar orientado al norte, entre el Turbón y el
Turbonet, es el regalo reservado a los pocos que hacen el esfuerzo.
Por allí vaga el espíritu de Pedro
Castillón y esta es su historia.
En pleno medievo, cuando hacía poco
que los condados aragoneses se habían convertido en reino avanzando sobre el
Islam desde las montañas, el abad Pedro del monasterio sobrarbés de San
Victorián decidió abrazar la vida contemplativa en solitario y se retiró a las
grutas del Turbón. Dos años después, en 1140, el obispo Gaufrido de Roda de
Isábena consagraba una pequeña iglesia a San Adrián sobre un promontorio en la
margen derecha del valle que ahora lleva su nombre. ¿Para qué subir tan alto?,
¿para conjurar los males de la montaña?, ¿Para ponerse a prueba frente a ellos?
En definitiva, para lo mismo que ahora.
Zis... zas... zis... zas… sobre una
nieve como manteca y al alcanzar los 2.000 metros ni rastro de las ruinas de la
ermita. Pero está allí, debajo del espeso manto blanco, junto a la fuente
Fosca.
Es el templo románico a mayor altura
del Pirineo aragonés. Mucho más alto que el cercano Hospital Viejo de Benasque
(1776 m.) pero sin la justificación de ser un lugar frecuentado de tránsito
junto a un albergue de viajeros, como hoy.
Probablemente hace ya siglos que se
abandonó y se vino abajo, pero uno se pregunta cómo hasta entonces Pedro, y los
ermitaños que le siguieron, afrontaron la vida en un lugar tan salvaje e
inhóspito. ¿O quizás no lo era tanto?
Quienes amamos las montañas nevadas
maldecimos el calentamiento global que no es algo nuevo. Tal vez ahora lo
hayamos hecho irreversible, pero ya lo hubo antes en varias ocasiones y con
mayor intensidad.
La última conocida entre los siglos IX
y XIV, cuando los normandos llegaron a Groenlandia que significa Tierra Verde,
cuando Inglaterra abandonó la cerveza porque podía cultivar la vid, cuando el
Theodulpass sin hielos era transitable entre Cervinia y Zermatt. Entonces, en
el llamado Óptimo Climático Medieval (OCM), cuando los glaciares pirenaicos
habían desaparecido y la Coma de San Adrián era mucho más habitable, se plantó
allí fray Pedro.
Y él y sus seguidores estuvieron al
tanto de la iglesita. y seguro que desde la cumbre oteaban hacia el sur la
amenaza del infiel, hasta que las cosas se pusieron muy duras.
A partir del s. XIV y hasta mediado el
XIX las temperaturas medias se desplomaron en todo el Atlántico norte en lo que
se conoce como la Pequeña Edad del Hielo (PEH). Los vikingos desaparecieron del
Ártico, los ingleses volvieron a la cerveza, los rebaños no trashumaron más por
el Theodulpass, el Ebro se helaba con frecuencia, se almacenaba hielo en pozos
de nieve donde ahora no nieva nunca, y los glaciares del Pirineo renacieron con
una fuerza que aún delatan hoy las gigantescas morrenas abandonadas del Aneto,
de Barrancs, de Tempestades, de Llosás, de Alba, de la Paul, de Llardana, de
Bardamina...
Ruinas de la ermita románica más alta del Pirineo (foto Mario García) |
Seguramente en la Coma de San Adrián
no reapareció el glaciar cuaternario que la había excavado miles de años atrás
en la última glaciación, pero las condiciones de vida para los eremitas
benedictinos debieron hacerse insoportables, peores que las de este último
invierno. Y cogieron los bártulos y se bajaron al valle. La iglesia se abandonó
y comenzó su ruina.
En la parroquial de Llert, al pie del
Turbón, hasta hace poco se ha conservado una talla del s. XIV de traza románica
tardía que se dice representa a San Adrián (hoy en el Museo Diocesano de
Barbastro). Es fácil suponer de dónde vino.
Y fin de la historia y de las veleidades climáticas.
Quien quiera deslizarse con esquís desde la cima del Turbón tendrá ya que
esperar otro invierno generoso en nieves. Pero quien quiera ver los restos que
quedan de la Iglesia románica más alta del Pirineo, bastará con que aguarde
unas semanas y el perfil semicircular de su ábsibe asomará entre la nieve,
volverá a correr el agua en la Fuen Fosca
y un año más las praderías de la Coma de San Adrián se llenarán de edelweiss.