JAMES BOND EN EL PIRINEO


Fotograma del arranque de la película El mañana nunca muere en el alto valle del río Ésera (Pirineo de Huesca)


Las películas del mítico agente 007 son en esencia películas de aventuras y, aunque la aventura es posible en cualquier lugar, la más primigenia, la que conecta con los orígenes del hombre se sitúa en los grandes espacios de la naturaleza. Entre ellos las montañas ocupan un lugar dominante y quizá por esto forman parte tantas veces de las historias de James Bond.
Pero el agente secreto se desenvuelve allí arriba con soltura no porque sea 007 –que por eso ni se despeina- sino porque las montañas forman parte de su desconocida historia vital: sus padres, el escocés Andrew Bond y la suiza Monique Delacroix, que murieron escalando en las Aiguilles Rouges de Chamonix, debieron transmitirle su afición a las alturas y su competencia frente al vacío o la nieve, por supuesto sin perder la compostura.

Cualquier película al final es el resultado de un proceso de montaje –hoy diríamos cortaypega- de múltiples planos, escenas y secuencias que se rodaron en momentos distintos durante meses, con actores que igual ni coincidieron en el rodaje, en diferentes escenarios reales o de cartónpiedra, aderezado todo, y cada vez más, con efectos especiales. Sólo los espectadores en la sala de cine podrán ver el puzle montado y seguir su hilo argumental.
Entre los escenarios de las películas de James Bond, los montañosos son dominantes en alguna como 007 al Servicio de su Majestad (1969) donde un desconocido George Lazeby da vida al Bond más montañero en pleno macizo de la Jüngfrau de los Alpes Berneses. Pero muchas veces las montañas ni aparecen, o lo hace de forma anecdótica como en las últimas entregas protagonizadas por Daniel Craig que prefiere el mar y solo se abriga en el Tirol austriaco al final de Spectre, 2015.

Aunque sus aventuras montañeras se sitúen muchas veces en fantásticas y recónditas cordilleras de Siberia o Centroasia, en realidad son montañas más conocidas, cercanas e incluso familiares, pero no fácilmente reconocibles. Lo más lejos que han ido las cámaras de la saga ha sido hasta el monte Asgard, en la isla de Tierra de Baffin (La Espía que me amó, 1977), aunque el actor Roger Moore no pisó el Ártico canadiense.
Lo habitual es que las localizaciones montañosas sean europeas, preferentemente alpinas: ya en la segunda entrega, Desde Rusia con Amor (1963), Sean Connery huye por los Alpes Dináricos,  en James Bond contra Goldfinger (1964) cruza en su Aston Martin por el Furkapass, en los Alpes del Valais. En Sólo para sus ojos (1981) se calza una vez más los esquís en los Dolomitas de Cortina d´Ampezzo, lo que no impide que también escale en los monolitos de Meteora (Grecia).
En Goldeneye (1995) Pierce Brosnan, penúltimo 007, salta al vacío en bungee jumping desde lo alto de la presa de Verzasca en los Alpes del Ticino y en El Mundo Nunca es Suficiente (1999) esquía, otra vez, en los Grandes Montets con el Mont Blanc de fondo. Más cercano a nosotros, el Bond Timothy Dalton escala el Peñón de Gibraltar (Alta Tensión, 1987) para luego saltar en paracaídas.
Excepcionalmente se han rodado escenas en los lejanos glaciares de Islandia o Noruega como en Panorama para Matar (1985) y en Muere Otro Día (2002).

Pero más excepcionálmente aún, se ha rodado en nuestros cercanos Pirineos.


Bond en el Pirineo from Solana Plaza on Vimeo.

En la decimoctava película de la saga, El Mañana Nunca Muere (1997), la habitual y siempre infartante aventura inicial se desarrolla en una vieja base aérea usada como mercado de armas para terroristas y situada en las montañas de Afganistán (se reconoce a los talibanes por su característico pakol en la cabeza) al lado de la frontera con Rusia (según se rotula para aclarar lo que en esas fechas, ya desaparecida la URSS, es imposible). Con la ayuda de un misil lanzado desde un buque británico (que navega en un cercano mar que no existe) Bond destroza la base y escapa pilotando un caza robado al que persiguen sus enemigos sobre las cumbres del Tirich Mir camino de Pakistán, por ejemplo.
Pero no importa la verosimilitud de la historia, sino que la secuencia se rodó principalmente en el altipuerto de la estación de esquí de Peyragudes, un curioso aeródromo con su pista en pendiente como el de Lukla pero en el Pirineo francés. Mientras el misil y los aviones sobrevuelan la cordillera nevada, por segundos  resultan familiares ciertos parajes del entorno de los llanos del Hospital en el valle de Benasque.
El ojo atento reconocerá al fondo del valle de Remuñé la silueta del Perdiguero y por encima del valle de Literola, los picos de Bastisielles, el Escorvets y la aguja de Perramó. En décimas de segundo.

En cualquier caso, las montañas de Bond no son para subirlas esforzadamente, a pie o escalando, y acabar maldurmiendo en un refugio cutre, sino para bajarlas estilosamente, en esquí o paracaídas, hasta el glamuroso hotel donde seguro espera el barman con un Martini “mezclado, no agitado”, y la chica.


¿DÓNDE ESTÁN ESAS MONTAÑAS?



Estamos a primeros de mayo, pero hasta hoy ha sido posible calzarse los esquís de montaña junto al coche y cruzar el hayedo aún nevado… Vale. Pero es que el coche se ha quedado a escasos mil metros de altura… ¡Oh! Aunque la cima que hemos alcanzado no llega a los dos mil metros ni de lejos… ¿Merece la pena? Es que luego la bajada se hace por un tubo de más de seiscientos metros de desnivel… ¡No es posible!... que ronda los 40º y con una nieve transformada de lujo… ¡Joder, joder, joder!

No, no son las islas Lofoten, ni las montañas de Lyngen. Es el lugar donde más nieva de España a tan poca altura y donde las condiciones orográficas  favorecen mejor la acumulación y conservación del blanco elemento. Los vientos fríos y húmedos del norte se topan enseguida con estas montañas que son menores y están esquinadas y, contra todo pronóstico, descargan ingentes cantidades de nieve en el soleado sur, a sotavento.

No es fácil acceder hasta allí en coche, pese a la cercanía de algunas ciudades importantes, porque el puerto que flanquea estas montañas, que sería bajo y limpio en otras, aquí permanece cerrado hasta finales de abril. Aún entonces, la fresadora quitanieves abre una trinchera de varios metros de altura. Una visión propia de otras fechas y de otras latitudes.
Hace ya muchos años que estas inusuales condiciones justificaron la construcción de una estación de esquí… de juguete. Su cota máxima no alcanza los 1500 metros y, por supuesto, todavía tenía nieve el otro día cuando las grandes de este país ya habían cerrado y a esa altura hace tiempo que pastaban las vacas del lugar. No forma parte de ATUDEM y no se publicita los jueves en TV. No es gran cosa, la verdad, y casi nadie sabe de ella, pero ahí están sus seis remontes antediluvianos y su forfait a 18 euros.
Toda la comarca está moteada de cientos de cabañas pastoriles de piedra en las que aún se practica una ancestral trashumancia del ganado y sus hombres cuando estas montañas se vuelven verdes al dejar de ser blancas de repente. Desde ya, una vez más.
Ha sido esta tradicional  presión de la ganadería en busca de pastos junto con la histórica necesidad de madera para alimentar los hornos de una cercana industria armamentística las que han reducido la gran masa forestal que pobló estos montes a unos cuantos bosquetes de hayas. Gracias a esta desnudez el paisaje es una auténtica lección de geomorfología glaciar del cuaternario: valles en U, morrenas y hombreras glaciares, bloques erráticos… a muy baja altura y excelentemente conservados,  porque ya entonces, hace decenas de miles de años, nevaba más aquí que en cualquier otro lugar.
Las posibilidades para practicar las actividades de montaña son muchas, pero para el esquí de travesía que nos ocupa son todas; sin ambiciones, porque aquí todo, o casi todo, es pequeño, contenido y asequible: ascensiones a las principales cumbres, travesías de puerto a puerto, rutas circulares, pero también descensos casi espeleológicos (que el modelado kárstico tiene eso) y alguno ciertamente extremo en el vertiginoso norte de más de mil metros de su cumbre principal, pero esta es otra historia aún no repetida y otro compromiso que pocos pueden afrontar.

En todas estas líneas faltan nombres propios que orienten al lector desinformado, pero sucede que estas montañas diminutas lo que menos necesitan son multitudes, que ya son bastantes los iniciados. Si alguien es capaz de interpretar las claves que se dan las descubrirá y será un neófito bienvenido. Pero serán pocos. Los más, los que reconozcan lo antes descrito a la primera y sean capaces de rotular todos los lugares aquí sin nombre, será porque ya forman ya parte del grupito de los elegidos.

Para unos y para otros la última esquiada de esta temporada ya se ha hecho. Habrá que esperar a la próxima… y un año más no será necesario irse hasta Noruega.