El Fin del Mundo porque,
para la mayoría de los habitantes del planeta que viven en el hemisferio norte, es el lugar habitado más lejano; en el extremo sur de América, en el otro
hemisferio.
La senda que remonta el valle del Francés desde
el campamento Italiano hasta el mirador Británico no puede ser más
internacional y no sólo por la toponimia. Esta joya, en el corazón del Parque Nacional
de las Torres del Paine en la Patagonia chilena, la recorren durante el verano
austral miles de amantes de la naturaleza venidos desde el otro lado del mundo
para ver donde éste prácticamente se acaba.
Desde
la orilla norte del lago Nordenskjöld atraviesa un espléndido bosque de lengas,
el roble andino patagónico que igual alcanza los treinta metros de altura en
las zonas bajas como se reduce a un simple arbusto en el límite de las nieves,
al pie del cerro Aleta de Tiburón.
No
tiene pérdida. Como todos los caminos que recorren el Parque Nacional, que son
pocos y amplios, está jalonado de carteles indicadores bilingües
español-inglés, mapas y paneles panorámicos, perfiles con horarios y desniveles…
a lo que hay que añadir las interminables filas de senderistas recorriéndolo
arriba y abajo entre las que basta con dejarse llevar, todos siguiendo las
estrictas recomendaciones de los guardaparques bajo amenaza de expulsión. Poco
que ver con la libertad de movimientos en otras montañas del mundo, algunas incluso
muy próximas como Pirineos o Picos de Europa, donde debe asumirse el riesgo, aunque
sea pequeño, que toda pequeña aventura tiene y que por eso nos gusta. Al menos
el riesgo de perderse que no es sino el placer de encontrar el camino.
Pues
aún hay más en este innecesario redundar en la señalización. A lo largo de todo
el recorrido por el valle del Francés, que no por ello deja de ser bellísimo, a
intervalos de no más de veinte metros el hacha del guardaparques ha hendido
verticalmente el tronco de las lengas abriendo una herida que, aunque ya
cicatrizada, mantiene su doloroso aspecto pintada de rojo. Las hay a cientos y acaban
convirtiéndose, tras horas de caminata arriba y abajo, en una obsesión que nos
retrotrae al Origen del Mundo (Courbet, 1866, Museo D´Orsay, París) cuando
creíamos estar en el Fin del Mundo.