Fragmento de paisaje en la Virgen de las Rocas, Leonardo da Vinci |
A propósito de la Virgen de las Rocas
El siglo XVIII vio el nacimiento del alpinismo.
De la mano de la curiosidad
científica que alumbró la Ilustración, Horace-Bénédict de Saussure subió a la
cumbre del Mont Blanc para medir su altura: 4775 m. y erró por muy poco. Fue un año después de que en 1786 Paccard y Balmat le abrieran el camino con la primera ascensión a la montaña. Él mismo había ofrecido una recompensa. Es la época dorada
de los guías, montañeses que verán mejorar su dura vida de pastores acompañando a
los “señores”.
Saussure camino del Mont Blanc |
Debería
pasar un tiempo para que el subir montañas se desprendiera de su justificación
cientificista y se convirtiera en un ¿deporte? Cuando a George Mallory le
preguntaron en los años 20 del pasado siglo por qué su empeño en subir al
Everest respondió con su conocida frase “porque está ahí”; no se le ocurrió
nada mejor y resultó ser muy bueno. Pero debería haber dicho que lo hacía por
la gloria del Imperio que pagaba una expedición tras otra. En otros casos era
la superioridad del Reich o la grandeur de la France.
Hoy,
en el siglo XXI, las actividades punteras en las montañas más altas y difíciles
las hacen malabaristas esponsorizados por marcas comerciales de la última
membrana transpirable o de la primera barrita energética que ya no sabe a pienso
para pájaros.
Pero
detrás del alpinismo que ha hecho historia están los montañeros que sólo han
hecho montaña, los que se han preguntado desde el siglo XVIII ¿a dónde vamos este fin de semana?, a los que, desde entonces, las
montañas aún sorprenden y deleitan. E intimidan, y aún así (o por
eso precisamente) las suben.